miércoles, 17 de septiembre de 2008

Sin historia (Ricardo Chavez Castañeda)

¿Cómo se relata una historia para decir “mi hermana murió”?
Tantas cosas, en realidad, dependen de la secuencia; decidir ¿qué sucedió primero?, ¿qué sucedió después?, ¿qué sucedió al final? Un orden como el de las cuentas del collar favorito de mi hermana; orden que se revela precisamente el día en que se rompe.
Las cuentas cayeron al suelo blanco de la cocina sin hacer ruido, y se dispersaron también en el reflejo lloroso de sus ojos coloreándole la mirada. Yo intenté serle de ayuda pero mi hermana me gritaba “así no, así no”, cuando yo ensartaba al azar la cuenta verde después de la naranja o la cuenta naranja después de la azul. Acabé limitándome a recoger los abalorios según me los pedía y ella era quien enhebraba: primero la cuenta rosa, segundo la verde, tercero la morada, rehaciendo el collar de acuerdo con el orden que retenía en su memoria.
¿Y mi memoria?
Primero: ella nació años después de mí.
Segundo: le gustaba jugar tanto en el baño que papá tuvo que prometerle, a fin de que nos dejara usarlo, que construiría otro cuarto de baño para nosotros.
Tercero: ella murió sin que padre cumpliera la promesa.
El collar se ha roto de nuevo y ya no está ella para decirme que no, así no, que no se coloca primero la cuenta verde porque sería tanto como empezar la historia diciendo “mi hermana murió” y luego enfrentar el desafío de describirla a ella asomada al interior del excusado, hundiendo los dedos en el espejo de agua, sin que parezca anticipación… Como si hubiéramos podido saber antes mamá, papá y yo que por eso moriría, por causa del cuarto de baño... Papá, mamá y yo.
¿Quién debería de contar esta historia? ¿Quién podría hacerlo mejor?
Madre miente. Se miente incluso a sí misma. No lo hace adrede. Tiene pocas palabras y entonces ve poco; está llena de verdades ajenas y entonces ve menos. Empezaría a relatar pero gradualmente iría extraviándose por causa de sus palabras: “respeto”, “los hombres”, “¿por qué me casé?”, “Dios no mira a quien se ha vaciado los ojos”, y así la muerte de mi hermana llegaría al relato sorpresiva, brutal, como si le tasajeara la lengua a mi madre: un muñón arqueándose en el fondo de su boca sin poder decir nada más. La verdad es que lo de la lengua de mi madre sucederá después, ya no en la casa, ya no con nosotros, ya no en esta historia.
Las manos de mi padre son grandes, sus dedos gruesos y redondeados como tubos, las uñas recortadas en exceso. Cuando le hacen a él una pregunta difícil, demasiado seria, se mira los dedos.
—¿Qué sucedió?
Padre contempla largamente sus tramos de tubería, y así no hay modo de dar inicio a esta historia.
¿Cómo y quién? Pero también persiste el asunto del tono. Un recuento melodramático, o trágico, o con un sesgo de humor que yo no permitiré nunca; antes que trivializar, prefiero una voz morbosa que se detenga casi con deleite sobre el cuerpo tendido en el cuarto de baño, en su pelo húmedo entelarañando la blancura del mosaico, en los dedos arqueados como si continuaran ciñendo el borde lustroso del retrete. Preferible una mirada larga como la de mamá cuando giró la llave en la cerradura, abrió la puerta y se encontró con la imagen de mi hermana. Tardó en gritar. Fue recogiendo a su hija con los ojos y con la memoria; los alaridos vinieron al reparar en la dura y fría consistencia de la llave dentro de su mano.
Yo quería ver pero papá me cubrió los ojos. Mi perspectiva, pues, de nada sirve. Es una perspectiva más corporal que visual y completamente concentrada en la presión de los dedos de mi padre sobre mis párpados, aunque poco a poco fue tornándose importante el hecho de que las manos eran demasiado grandes para mi cara así que me cubrieron en parte la nariz, ahogándome; el pecho de él estaba en mi espalda, la otra mano en mi vientre; estrechado todo yo dentro de un tembloroso abrazo y dentro de esa ruidosa respiración junto a mi oreja que yo intentaba imitar inútilmente para no asfixiarme.
Como sea, detallar el cuerpo yaciente de mi hermana en el suelo pondría en evidencia que quien narra es un ser enfermizo. Un calificativo similar al que solía usar madre.
—Es enfermizo— repetía ella para tachar la afición que desarrolló mi hermana por hacerse un mundo con una cortina ahulada, un toallero, un botiquín, el espejo, el lavabo y el retrete.
Luego agregaba ella, ante la educada indiferencia de papá, que la miraba sin asentir:
—No es normal. ¿Qué puede atraerle?
Y sabíamos que, desde sus pocas palabras, mamá se refería también a la peste que ningún desodorante contuvo, desbordándose desde la cañería y por debajo de nosotros cada vez que entrábamos allí por necesidad.
Madre se cansó de lavar el excusado como antes se había cansado de castigar a mi hermana. La llave permanecía incrustada en el exterior de la cerradura cuando ella jugaba baño adentro, y quedaba al interior mientras nosotros usábamos el retrete, así que al salir papá, mamá y yo llevábamos la llave desmesurada en la palma de la mano, mi hermana se colaba al interior casi con desesperación apenas lo desocupábamos y, antes de encajar la llave por fuera, era inevitable la tentación, por lo menos para mí, de echar un vistazo por el ojo de la cerradura para descubrirla a ella asomada en la taza, con las manos en un asiento que todavía estaría tibio, o, peor aún, goteado, aunque mi madre le gritaba a papá que enjugara con un pedazo de papel, ¡por Dios!, ¡es tu hija!
Ni siquiera mi hermana sería la mejor perspectiva para narrar esta historia. Llegaría un momento en que su punto de vista se congelaría, fijo en las ampollas de agua que se desplazaban con lentitud en el techo del baño hasta coincidir y dar forma a gotas que cayeron, algunas de ellas al menos, en sus ojos desmesuradamente abiertos, como la encontró madre, “¡con los ojos abiertos y llorando!”, gritaba ella en sus pesadillas, “¡llorando!”, y padre, ya despiertos ambos, corregía creyendo consolar “sólo como si llorara, mujer”
La perspectiva ideal tendría que ser animista. Otorgarle voz al retrete. El problema es que para llegar al fallecimiento de mi hermana habría de hablarse entonces de lo que raramente ha necesitado ser puesto en palabras. Ni poetizable ni rico en vocabulario: un desfile de desnudamientos vistos desde el interior de la taza, la pelambrera canosa de mi madre, los colgajos de padre pendiendo a unos centímetros del agua, los anos distendiéndose como si reventaran sólo para escuchar el estallido líquido al caer la mierda, sentir unas gotas minúsculas llegando en rebote hasta la piel pálidamente anónima del par de nalgas en turno atrapadas como cepo en el retrete, y la fetidez caliente subiendo por entre mis piernas aunque yo me apresuraba a jalar la palanca que acabaría arremolinando también a esa mirada curiosa para acompañar la asquerosa desaparición de mis desechos. Una crónica excedida de culos, ¿y para qué?, si en realidad la historia principia después con las pesadillas de mamá.
La verdad es que yo sufría sus intempestivos berridos nocturnos desde el interior de mis sueños, así que, dentro de mis ensoñaciones, sus gritos se transformaban en otra cosa, por ejemplo, en una alacena de vidrio que, de golpe, se venía abajo, con su centenar de platos y sus tres entrepaños de grueso cristal como guillotinas, sobre el cuerpo menudo de mi hermana que jugaba a un lado, reflejada en cada espejo del mueble. Yo todavía alcanzaba a sufrir en mi sueño la angustia de tener que ayudar a mi padre a levantar la alacena escuchando caer cristales rotos que eran los gritos de mi madre y que íbamos dejando al descubierto papá y yo bajo el mueble sin que apareciera el cuerpo de mi hermana, antes de despertar para hundirme directamente en la sonora pesadilla de mamá. Ella se multiplicaba en alaridos, adueñándose de la casa, y luego venía el también ruidoso antídoto de un chicotazo a ponerle fin a su expansión, cuando papá optaba por el cada vez más extremoso recurso de la bofetada. Restablecido el silencio, yo intentaba dormir, apretándome las orejas y rogando a destiempo “pégale ya, pégale de una vez”.
Ese resultó ser el modo que encontró mi madre para culparse —pesadillas y alaridos— porque había sido suya la responsabilidad de dar principio a la obsesión de mi hermana. Mamá fue quien empezó a llevarla al cuarto de baño, dejándola peligrosamente sentada sobre el vacío pues el hueco del retrete resultaba demasiado amplio para su estrechez de tres años recién cumplidos. Mi hermana se sostenía apoyando las manos en el asiento, mientras sus piernas desnudas y flacas se mecían en el aire sin siquiera rozar el suelo. Mamá le decía desde la cocina que si estaba lista. Sólo eso. “¿Estás lista?” Pero conforme transcurría el tiempo, mamá comenzaba a pegar vozarrones para hacerse escuchar a través de la sala y del recodo de la escalera, “¡ya no te voy a poner los pañales!”, “¡debes estar segura!”, “¡si te empuercas, tú lavas la ropa esta vez!”.
Aquella ocasión mi hermana respondió “todavía no” con una voz que ni siquiera logró ir más allá del primer sofá adonde yo miraba el televisor. Me volví. Ruborizada por el esfuerzo de mantenerse a flote sobre el vacío de la taza, ella empezó a pegar de chillidos diciendo que no la mirara, “¡mamá que no me vea!” Las siguientes veces lo que yo contemplé con una ansiedad imprecisa fue la puerta cerrada del baño, detrás de la cual surgía siempre la misma temblorosa respuesta “todavía no”.
La culpa fue de mamá porque ella supo que había sido suyo el inicio de esa enfermiza obsesión pero también porque supo que había sido suya la responsabilidad del final.
Días antes de su muerte, mi hermana comenzó a orinarse en la cama. Mamá tardó en percatarse de la verdadera causa del problema porque desde la verdad ajena que le repetía mi tía en el teléfono no se trataba sino de una reacción normal por la noticia del nuevo embarazo. “Ella está asimilándolo mal, se siente desplazada, ya se le pasará” La ceguera de mi madre provocada por su colección de verdades ajenas y la náusea que iba y venía por su cuerpo, descomponiéndola, le impidieron advertir que, aunque el cuarto de baño proseguía siendo el centro de la mirada y de las ideas de mi hermana, ella ya no entraba allí.
Ese jueves en que mi madre lo supo, el día de la mierda —ríos de diarrea que resbalaron por las piernas de mi hermana y mancharon la blancura de la alfombra—, madre llevó a rastras a mi hermana hasta el cuarto de baño, la metió vestida en la tina, salió con la bolsa de la ropa sucia y echó llave a la puerta por fuera. A los aullidos de mi hermana, madre gritó “¡Hasta que te acuerdes de cómo controlar tu cuerpo!”
La llave permaneció encajada en la cerradura mientras los lloros de mi hermana fueron disminuyendo. Después se extendió un largo silencio dentro y fuera del baño.
Yo estaba encogido bajo la mesa cuando papá volvió del trabajo y cuando mi madre, cuando las piernas de mi madre, cruzaron la sala, se detuvieron ante la puerta del baño, se dejó oír el susurro cariñoso, “vamos, hija, se acabó el castigo, ven a darme un beso”, y un chasquido metálico completó el giro de la llave.
Después de ese jueves, mamá se transformó en un fantasma hermoso. En las noches, las pesadillas; durante el día, batas, saltos de cama, mantones, cualquier vestimenta blanca en armonía con su palidez y su manera de irse apagando. Antes de marchar al trabajo, padre retiraba la sábana orinada de su cama compartida sin reclamos para mi madre.
—“Es por el embarazo” —la justificaba conmigo.
—“una crisis nerviosa” —le dijo luego a tía por teléfono.
Pero yo lo escuchaba llorar a él en el jardín mientras recogía la mierda de mamá.
Fue un vecino quien le dijo a mi padre que mamá empezó tocando en las casas cercanas pero poco a poco tuvo que ir desplazándose a otras calles cuando fueron negándole el permiso para acceder a sus cuartos de baño. Entonces ella empezó a usar nuestro jardín y nosotros dejamos de abrir las ventanas.
—Asoció el cuarto de baño con la tragedia —le dijo mi papá a alguien por teléfono una noche, y luego se le cortó la voz cuando agregó que había prometido construir otro cuarto, ¿sabes?
Lo dijo sin que viniera al caso, se le escapó la confesión, después colgó.
Hay hechos que narrados en el tiempo verbal futuro crean la falsa sensación de que tardarán en producirse. Suelen generar la creencia de que es posible interrumpir el porvenir. La conjugación de la esperanza. Mamá abandonará la casa cuando mi padre haya salido a trabajar y yo esté en la escuela. Dejará atrás el blanco de la alfombra, el verde del jardín, se moverá sobre la cremosa tonalidad de las aceras hasta bajar al oscuro gris rata del pavimento en una calle de poca circulación donde levantará su vestido y se bajará los calzones.
La vecina que la vio desde la ventana no lo narró en futuro sino en presente y así no existe modo de poner en suspenso una fatalidad.
—Es una mujer —dijo a través del teléfono al policía que escuchaba del otro lado de la línea—. Vive en el vecindario. La he visto alguna que otra vez. La muy cerda está orinando en plena calle…espere, espere… ¡Dios! ¡Es sangre! ¡Se está desangrando!
Cuando volví del colegio, a mí me lo dijeron en el tiempo verbal de lo concluido, envuelto en retórica y cobijándome con mentiras.
—Tu madre tuvo una crisis; está con tu tía; se pondrá bien; retornará pronto…Y que te quiere, que no lo olvides.
En un mes nuestra familia se contrajo de cuatro a dos. Yo despertaba siempre en la cama de mis padres, sin recordar siquiera la hora de la noche en que iba de habitación en habitación sin encontrar a nadie porque mi papá permanecía en la planta baja, sentado en uno de los sillones de la sala, de cara al cuarto de baño.
¿Cómo se lograría crear una sensación de inquietud en esto que narro con una pura lista de objetos, sumando un lavabo de doble llave, una bañera siempre oculta tras la cortina perlada, azulejos con relieve sólo identificables al tacto en las paredes, un botiquín cuya puerta es un espejo que duplica la blancura absoluta del cuarto? ¿Más aún, cómo referir el desasosiego nuestro con apenas la descripción de un excusado: su depósito, su tapa plástica, el asiento acolchonado, la albura sin mácula en las paredes internas y externas de la taza, la paciente inmovilidad del agua estancada? Lo que veía padre desde el sillón, inquieto y desasosegado él, ni siquiera era tal lista de objetos, de cosas inanimadas, aunque las imaginara. ¿Cómo crear entonces la atmósfera turbadora en que vivíamos con la mera descripción de una puerta cerrada?
Si hubiera un narrador omnisciente aquí y ese narrador sin límites contara esta historia, diría con esa voz que todo lo ve y todo lo sabe que ninguno de los dos usábamos ya el cuarto de baño.
—No lo usaban nunca.
Habría sabido que yo vaciaba los intestinos en la escuela, padre en el trabajo; ambos, cuando la necesidad era impostergable e ignorándonos mutuamente, en el fondo del jardín.
Pero si se tratara de un narrador imperfecto, impedido por ciertos límites, acotado espacialmente, por ejemplo, inmóvil, digamos, en el cuarto de baño, ceñido por esas cuatro paredes como en una celda; un relator que únicamente pudiera narrar desde allí adentro, entonces la voz resultante no tendría modo de saber que nos estábamos acabando el jardín a fuerza de acidez y de peste. Ese narrador ignoraría esto y muchos hechos más, pero llegaría a la única conclusión que importa: “desde hace tiempo no han entrado aquí, al cuarto de baño”. Atrapado en el interior, y ciego por culpa nuestra, pues la llave seguía incrustada en la cerradura, describiría el narrador las suaves pisadas que iban dejándose escuchar del otro lado de la puerta y calificaría nuestras voces de “imprecisables”, de “tímidas”, de “siempre cortándose abruptamente” cuando padre y yo teníamos que pasar junto al baño a fin de doblar hacia la escalera que llevaba a la planta alta.
Imponerle límites a un narrador omnisciente lo humaniza. La voz deja de ser algo parecido a una divinidad y comienza a asemejársenos en las contradicciones, en las incertidumbres, en la fragilidad de las certezas que nos hacen vacilar a la hora de contar una historia.
¿Por qué nadie nos ayudó? No sé. ¿Por qué tía no lo supo? No sé. ¿Por qué madre se masticó la lengua? No sé.
Un narrador incapaz de prever el futuro; limitado en la temporalidad; condenado a conjugaciones verbales sólo en presente, por ejemplo, no habría tenido modo de anticipar lo que estaba por suceder esa última noche.
—O si fuera sordo… ¿cómo iba a escuchar mis gritos?
Yo gritaba desde el recodo de la escalera. Padre bajó corriendo. No sé por qué esperé una bofetada como las que ayudaban a devolverle a madre un cauce hacia la cordura. “Pégale ya”, pensé por encima de mis alaridos, “pégame ya”. Pensaría que así la puerta volvería a estar cerrada. Padre no me abofeteó, vio el excusado desde el último peldaño de la escalera y empezó a llorar. Me estrechó. Con su abrazo fue integrándome a sus estremecimientos desordenados, y luego sus dedos gruesos y tubulares buscaron mi boca, manos excesivas que oprimieron también mi nariz y me impidieron lo mismo los gritos que la respiración. Padre me levantó con facilidad. Yo me ahogaba. Quizá por eso demoré en reconocer que la puerta de la entrada y el jardín mismo se iban alejando y no acercando.
Existen tantas palabras para tornar subjetivo un hecho. Padre estaría arrebatado como yo. Padre supondría que había una ruta mejor para salir de casa. Estaba desesperado, en medio de una espantosa confusión. Reconocerá su error, se enterará a tiempo. Se entristecerá al advertir que debió ir en otra dirección. Podrá, pensará, adivinará.
Sin el cobijo subjetivo del lenguaje: padre me empujó dentro del baño, cerró la puerta e hizo girar la llave desde el exterior.
Sé que me hice daño en las manos; sé que las toallas eran blancas, el papel blanco, blancas la jabonera y los cuatro cepillos de cerdas blancas; sé que las gotas corrían por mi cara igual que lágrimas; pero la verdad es que nada recuerdo.
Se precisaría de un narrador en tercera persona para que dijera que la puerta fue abierta a la mañana siguiente y un niño de ojos desorbitados, boca entreabierta, blanco como todo en esa casa, fue cargada en brazos y llevado a un lecho donde ni reaccionó ni habló por días.
¡Y qué más da!
Lo importante sería dejar de pensar en cómo y en quién tendría que contar esta historia, en qué tono y en qué tiempo verbal, dentro de cuáles límites y bajo qué punto de vista, porque hay historias que no debieron de suceder nunca. Ayudar a papá a construir otro cuarto de baño para que las cosas sucedieran distinto o, al menos, clausurar el viejo baño, desde que mi hermana comenzó a contarle alborozada a mi madre por qué ya no se cansaba de estar sentada tanto tiempo en el excusado.
— “Me sostiene para que no me hunda”.

Ricardo Chavez Castañeda

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