miércoles, 29 de octubre de 2008

Aguafuertes (Roberto Arlt)

LA MUCHACHA DEL ATADO

Todos los días, a las cinco de la tarde, tropiezo con muchachas que vienen de buscar costura.
Flacas, angustiosas, sufridas. El polvo de arroz no alcanza a cubrir las gargantas donde se marcan los tendones; y todas caminan con el cuerpo inclinado a un costado: la costumbre de llevar el atado siempre del brazo opuesto:
Y los bultos son macizos, pesados: dan la sensación de contener plomo: de tal manera tensionan la mano.
No se trata de hacer sentimentalismo barato. No. Pero más de una vez me he quedado pensando en estas vidas, casi absolutamente dedicadas al trabajo. Y si no, veamos.
Cuando estas muchachas cumplieron ocho o nueve años, tuvieron que cargar un hermanito en los brazos. Usted, como yo, debe haber visto en el arrabal estas mocosas que cargan un pebetito en el brazo y que ce pasean por la vereda rabiando contra el mocoso, y vigiladas por la madre que salpicaba agua en la batea.
Así hasta los catorce años. Luego, el trabajo de ir a buscar costuras; las mañanas y las tardes inclinadas sobre la Neumann o la Singer, haciendo pasar todos los días metros y más metros de tela y terminando a las cuatro de la tarde, para cambiarse, ponerse el vestido de percal, preparar el paquete y salir; salir cargadas y volver lo mismo, con otro bulto que hay que "pasarlo a la máquina". La madre siempre lava la ropa; la ropa de los hijos, la ropa del padre. Y ésas son las muchachas que los sábados a la tarde escuchan la voz del hermano, que grita:
–Che, Angelita: apurate a plancharme la camisa, que tengo que salir.
Y Angelita, María o Juana, la tarde del sábado trabajan para los hermanos. Y planchan cantando un tango que aprendieron de memoria en El Alma que Canta; que esto, las novelas por entregas y alguna sección de biógrafo, es la única fiesta de las muchachas de que hablo.
Digo que estas muchachas me dan lástima. Un buen día se ponen de novias, y no por eso dejan de trabajar, sino que el novio (también un muchacho que la yuga todo el día) cae a la noche a la casa a hacerle el amor.
Y como el amor no sirve para pagar la libreta del almacén, trabajan hasta tres días antes de casarse, y el casamiento no es un cambio de vida para la mujer de nuestro ambiente pobre, no; al contrario, es un aumento de trabajo, y a la semana de casados se puede ver a estas mujercitas sobre la máquina. Han vuelto a la costura, y al año hay un pibe en la cuna, y esa muchacha ya está arrugada y escéptica, ahora tiene que trabajar para el hijo, para el marido, para la casa... Cada año un nuevo hijo y siempre más preocupaciones y siempre la misma pobreza; la misma escasez, la misma medida del dinero, el igual problema que existía en la casa de sus padres, se repite en la suya, pero mayor y más arduo.
Y ahora las ve usted a estas mujeres cansadas, flacas, feas, nerviosas, estridentes.
Y todo ello ha sido originado por la miseria, por el trabajo; y de pronto usted asocia los años de vida, hasta la madurez y con asombro, casi mezclado de espanto, se pregunta uno:
–En tantos años de vida, ¿cuántos minutos dé felicidad han tenido estas mujeres?
Y usted, con terror, siente que desde adentro le contesta una voz que estas mujeres no fueron nunca felices. ¡Nunca! Nacieron bajo el signo del trabajo y desde los siete o nueve años hasta el día en que se mueren, no han hecho nada más que producir, producir costura e hijos, eso y lo otro, y nada más.
Cansadas o enfermas, trabajaron siempre. ¿Que el marido estaba sin' trabajo? ¿Que un hijo se enfermó y había que pagar deudas? ¿Que murieron los viejos y hubo que empeñarse para el entierro? Ya ve usted; nada más que un problema: el dinero, la escasez de dinero. Y junto a esto una espalda encorvada, unos ojos que cada vez van siendo menos brillosos, un rostro que año tras año se va arrugando un poquito más, una voz que pierde a medida que pasa el tiempo todas las inflexiones de su primitiva dulzura, una boca que sólo se abre para pronunciar estas palabras:
–Hay que hacer economía. No se puede gastar.
Si uste no ha leído El sueño de Makar, de Vladimiro Korolenko, trate de leerlo.
El asunto es éste. Un campesino que va a ser juzgado por Dios. Pero Dios, que lleva una cuenta de todas las barrabasadas que hacemos nosotros los mortales, le dice al campesino:
–Has sido un pillete. Has mentido. Te has emborrachado. Le has pegado a tu mujer. Le has robado y levantado falso testimonio a tu vecino. –Y la balanza cargada de las culpas de Makar se inclina cada vez más hacia el infierno, y Makar trata de hacerle trampa a Dios pisando el platillo adverso; pero aquél lo descubre, y entonces insiste–: ¿Ves como tengo razón? Eres un tramposo, además. Tratas de engañarme a mí, que soy Dios.
Pero, de pronto, ocurre algo extraño. Makar, el bruto, siente que una indignación se despierta en su pecho, y entonces, olvidándose que está en presencia de Dios, se enoja, y comienza a hablar; cuenta sus sacrificios, sus penas, sus privaciones. Cierto es que le pegaba a su mujer, pero le pegaba porque estaba triste; cierto es que mentía, pero otros que tenían mucho más que él también mentían y robaban. Y Dios se va apiadando de Makar, comprende que Makar ha sido, sobre la tierra, como la organización social lo había moldeado, y súbitamente, las puertas del Paraíso se abren para él, para Makar.
Me acordé del sueño de Makar, pensando que alguien in mente diría que no conocía yo los defectos de la gente que vive siempre en la penuria y en la pena. Ahora sabe usted el porqué de la cita, y lo que quiere decir el "sueño de Makar".

LA TRAGEDIA DE UN HOMBRE HONRADO


Todos los días asisto a la tragedia de un hombre honrado. Este hombre honrado tiene un café que bien puede estar evaluado en treinta mil pesos o algo más. Bueno: este hombre honrado tiene una esposa honrada.
A esta esposa honrada la ha colocado a cuidar la victrola. Dicho procedimiento le ahorra los ochenta pesos mensuales que tendría que pagarle a una victrolista. Mediante este sistema, mi hombre honrado economiza, al fin del año, la respetable suma de novecientos sesenta pesos sin contar los intereses capitalizados. Al cabo de diez años tendrá ahorrados...
Pero mi hombre honrado es celoso. ¡Vaya si he comprendido que es celoso! Levantando la guardia tras la caja, vigila, no sólo la consumición que hacen sus parroquianos, sino también las miradas de éstos para su mujer. Y sufre. Sufre honradamente. A veces se pone pálido, a veces le fulguran los ojos. ¿Por qué? Porque alguno se embota más de lo debido con las regordetas pantorrillas de su cónyuge. En estas circunstancias, el hombre honrado mira para arriba, para cerciorarse si su mujer corresponde a las inflamadas ojeadas del cliente, o si se entretiene en leer una revista. Sufre. Yo veo que sufre, que sufre honradamente; que sufre olvidando en ese instante que su mujer le aporta una economía diaria de dos pesos sesenta y cinco centavos; que su legitima esposa aporta a la caja de ahorros novecientos sesenta pesos anuales. Sí, sufre. Su honrado corazón de hombre prudente en lo que atañe al dinero, se conturba y olvida de los intereses cuando algún carnicero, o cuidador de ómnibus, estudia la anatomía topográfica de su también honrada cónyuge. Pero más sufre aún cuando, el que se deleita contemplando los encantos de su esposa, es algún mozalbete robusto, con bigotitos insolentes y espaldas lo suficientemente poderosas como para poder soportar cualquier trabajo extraordinario. Entonces mi hombre honrado mira desesperadamente para arriba. Los celos que los divinos griegos inmortalizaron, le desencuadernan la economía, le tiran abajo la quietud, le socavan la alegría de ahorrarse dos pesos sesenta y cinco centavos por día; y desesperado hace rechinar los dientes y mira a su cliente como si quisiera darle tremendos mordiscones en los riñones.
Yo comprendo, sin haber hablado una sola palabra con este hombre, el problema que está encarando su alma honrada. Lo comprendo, lo interpreto, lo "manyo". Este hombre se encuentra ante un dilema hamletiano, ante el problema de la burra Balaam, ante... ¡ante el horrible problema de ahorrarse ochenta mangos mensuales! Son ochenta pesos. ¿Saben ustedes los bultos, las canastas, las jornadas de dieciocho horas que éste trabajó para ganar ochenta pesos mensuales? No; nadie se lo imagina.
De allí que lo comprendo. Al mismo tiempo quiere a su mujer. ¡Cómo no la va a querer! Pero no puede menos de hacerla trabajar, como el famoso tacaño de Anatole France no pudo menos de cortarle unas rebarbas a las monedas de oro qué le ofrecía a la Virgen: seguía fiel a su costumbre.
Y ochenta pesos son ocho billetes de a diez pesos, dieciséis de a cinco y... dieciséis billetes de a cinco pesos, son plata... son plata...
Y la prueba de que nuestro hombre es honrado, es que sufre en cuanto empiezan a mirarle a la cónyuge. Sufre visiblemente. ¿Qué hacer? ¿Renunciar a los ochenta pesos, o resignarse a una posible desilusión conyugal?
Si este hombre no fuera honrado, no le importaría que le cortejaran a su propia esposa. Más aún, se dedicaría como el célebre señor Bergeret, a soportar estoicamente su desgracia.
No; mi cafetero no tiene pasta de marido extremadamente complaciente. En él todavía late el Cid, don Juan, Calderón de la Barca y toda la honra de la raza, mezclada a la terribilísima avaricia de la gente del terruño.
Son ochenta pesos mensuales. ¡Ochenta! Nadie renuncia a ochenta pesos mensuales porque sí. El ama a su mujer; pero su amor no es incompatible con los ochenta pesos.
También ama su frente limpia de todo adorno, y también ama su comercio, la economía bien organizada, la boleta de depósito en el banco, la libreta de cheques. ¡Cómo ama el dinero este hombre honradísimo, malditamente honrado!
A veces voy a su café y me quedo una hora, dos, tres. El cree que cuando le miro a la mujer estoy pensando en ella, y está equivocado. En quien pienso es en Lenin... en Stalin... en Trotzky... Pienso con una alegría profunda y endemoniada en la cara que este hombre pondría si mañana un régimen revolucionario le dijera:
–Todo su dinero es papel mojado.


LOS TOMADORES DE SOL EN EL BOTANICO


La tarde de ayer lunes fue espléndida. Sobre todo para la gente que nada tenía que hacer. Y más aún para los tomadores de sol consuetudinarios.
Gente de principios higiénicas y naturistas, ya que se resignan atener los botines rotos antes que perder su bañito de sol. Y después hay ciudadanos que se lamentan de que no haya hombres de principios.. Y estudiosos. Individuos que sacrifican su bienestar personal para estudiar botánica y sus derivados, aceptando ir con el traje hecho pedazos antes de perder tan preciosos conocimientos.
Examinando la gente que pulula por el Jardín Botánico, uno termina por plantearse este problema:"`
¿Por qué las ciencias naturales poseen tanta aceptación entre sujetos que tienen catadura de vagos? ¿Par qué la gente bien vestida no se dedica, con tanto frenesí, a un estudio semejante, saludable para el cuerpo y para el espíritu? Porque esto es indiscutible: el estudio de la botánica engorda. No he visto a un bebedor de sol que no tenga la piel lustrosa, y un cuerpazo bien nutrido y mejor descansado.
¡Qué aspecto, que bonhomía! ¡Qué edificación ejemplar para un señor que tenga tendencias al misticismo! Porque, no dejarán de reconocer ustedes, que una ciencia tan infusa como la botánica debe tener virtudes esenciales para engordar a sujetos que calzan botines rotos.
De otro modo no se explicaría. Cierto es que el reposo debe contribuir en algo, pero en este asunto obra o influye algún factor extraño y fundamental. Hasta los jardineros tienden a la obesidad. El portero –los porteros están bien saciados–, los subjardineros ya han adquirido ese aspecto de satisfacción íntima que producen las canonjías municipales, y hasta los gatos que viven en las alturas de los pinos impresionan favorablemente por su inesperado grosor y lustroso pelaje.
Yo creo haber aclarado el misterio. La gente que frecuenta el Jardín Botánico está gorda por la influencia del latín.
En efecto, todos los letreros de los árboles están redactados en el idioma melifluo de Virgilio. Al que no está acostumbrado, se le embarulla el cráneo. Pero los asiduos visitantes de este jardín, deben estar ya acostumbrados y sufrir los beneficios de este idioma, porque he observado lo siguiente:
Como decía, fui hasta allá ayer por la tarde. Me senté en un banco y, de pronto, observé a dos jardineros. Con un rastrillo en la mano miraban el letrero de un árbol. Luego se miraban entre sí y volvían a mirar el letrero. Para no interrumpir sus meditaciones mantenían el rastrillo completamente inmóvil, de modo que no cabía duda alguna de que esa gente ilustraba sus magníficos espíritus con el letrero escrito en el idioma del latoso Virgilio. Y el éxtasis que tal lectura parecía producirles, debía ser infinito, ya que los dos individuos, completamente quietos como otros tantos Budas a la sombra del árbol de la sabiduría, no movían el rastrillo ni por broma. Tal hecho me llamó sumamente la atención y decidí continuar mi observación. Pero, pasó una hora y yo me aburrí. El deliquio de esos pelafustanes frente al letrero era inmenso. El rastrillo permanecía junto a ellos como si no existiera.
¿Se dan cuenta ustedes ahora de la influencia del botánico latín sobre los espíritus superiores? Estos hombres en vez de rastrillar la tierra, como era su deber, permanecían de brazos cruzados en honor a la ciencia, a la naturaleza y al latín. Cuando me fui, di vuelta la cabeza. Continuaban meditando. Los rastrillos olvidados. No me extrañó de que engordaran.
Y vi numerosa gente entregada a la santa paz de lo verde. Todos meditando en los letreros latinos que se ofrecen con profusión a la vista del público. Todos tranquilitos, imperturbables, adormecidos, soleándose como lagartos o cocodrilos y encantados de la vida, a pesar de que sus aspectos no denuncian millones ni mucho menos. Pero el Señor, bondadoso con los hombres de buena voluntad, les dispensa lo que a nosotros nos ha negado: la felicidad. En cambio, esos individuos que podrían tomarse por solemnes vagos, y que puede ser que lo sean, a la sombra de los árboles empollaban su haraganería y florecían en meditaciones de manera envidiable.
En muchos bancos, estos poltrones, hacen circulo. Y recuerdan a los sapos del campo. Porque los sapos del campo, cuando se prende la luz y se la deja abandonada, se reúnen en torno de ella en círculo, y permanecen como conferenciando horas enteras.
Pues en el Botánico ocurre lo mismo. Se ven círculos de vagos cosmopolitas y silenciosos, mirándose a la cara, en las posiciones más variadas, y sin decir esta boca es mía.
Naturalmente, a la gente le da grima esta vagancia semiorganizada; pero para los que conocen el misterio de las actitudes humanas, esto no asombra. Esa gente aprende idiomas, se interesa por las llamadas lenguas muertas y se regocija contemplando los cartelitos de los árboles.
¿Dónde se reúnen ahora los enamorados? ¿Han perdido el romanticismo? El caso es que en el Botánico lo que más escasean son las parejas amorosas. Sólo se ve algún matrimonio proyecto que recrea sus ojos sin perjudicar sus rentas, ya que para distraerse recorren los senderos solitarios, separados uno de otro medio metro.
En definitiva, no sé si porque era lunes, o porque la gente ha encontrado otros lugares de distracción, el caso es que el Jardín Botánico ofrece un aspecto de desolación que espanta. Y lo único noble, son los árboles... los árboles que envejecen apartándose de los hombres para recoger el cielo entre sus brazos.

APUNTES FILOSOFICOS ACERCA DEL HOMBRE QUE "SE TIRA A MUERTO"


Antes de iniciar nuestro grandioso y bello estudio acerca del "hombre que se tira a muerto", es necesario que nosotros, humildes mortales, ensalcemos a Marcelo de Courteline, el magnífico y nunca bien ponderado autor de Los señores chupatintas, y el que más amplia y jovialmente ha tratado de cerca al gremio nefasto de los "que se tiran a muerto", gremio parásito e imperturbable, que tiene puntos de contacto con el "squenun", gremio de sujetos que tienen caras de otarios y que son más despabilados que linces. Y cumplido ya nuestro deber con el señor de Courteline, entramos de lleno en nuestra simpática apología.
Hay una rueda de amigos en un café. Hace una hora que "le dan a los copetines", y de pronto llega el ineludible y fatal momento de pagar. Unos se miran a los otros, todos esperan que el compañero saque la cartera, y de pronto el más descarado o el más filósofo da fin a la cuestión con estas palabras:
–Me tiro a muerto.
El sujeto que anunció tal determinación, acabadas de pronunciar las palabras de referencia, se queda tan tranquilo como si nada hubiera ocurrido; los otros lo miran, pero no dicen oste ni moste, el hombre acaba de anticipar la última determinación admitida en el lenguaje porteño: Se tira a muerto.
¿Quiere ello decir que se suicidará? No, ello significa que nuestro personaje no contribuirá con un solo centavo a la suma que se necesita para pagar los copetines de marras.
Y como esta intención está apoyada por el rotundo y fatídico anuncio de "me tiro a muerto", nadie protesta.
Con meridiana claridad que nos envidiaría un académico o un confeccionador de diccionarios, acabamos de establecer la diferencia fundamental que establece el acto de "tirarse a muerto", con aquel otro adjetivo de "squenun".
Hacemos esta aclaración para colaborar en el porvenir del léxico argentino, para evitar confusiones de idioma tan caras a la academia de los fósiles y para que nuestros devotos lectores comprendan definitivamente la distancia que media entre el "squenun" y el "hombre que se tira a muerto".
El "squenun" no trabaja. El "hombre que se tira a muerto" hace como que trabaja. El primero es el cínico de la holgazanería; el segundo, el hipócrita del dolce far riente. El primero no oculta su tendencia a la; vagancia, sino que por el contrario la fomenta con sendos baños de sol; el segundo acude a su trabajo, no trabaja, pero hace como que trabaja, cuando lo puede ver el jefe, y luego "se tira a muerto" dejando que sus; compañeros de deslomen trabajando.
¿El que "se tira a muerto" es un hombre que después de tantas cavilaciones llegó a la conclusión de que no vale la pena trabajar? No. No se "tira a muerto" el que quiere, sino el que puede, lo cual es muy distinto.
El que "se tira a muerto", ya ha nacido con tal tendencia. En la escuela era el último en levantar la mano para poder pasar a dar la lección, o si le conocía las mañas al maestro, levantaba el brazo siempre que éste no lo iba a llamar, creyendo que sabía la lección.
Cuando más infante, se hacía llevar en brazos por la madre, y si lo querían hacer caminar, lloraba como si estuviera muy cansado, porque en su rudimentario entendimiento era más cómodo ser llevado que llevarse a sí mismo.
Luego ingresó a una oficina, descubrió con su instinto de parásito cuál era el hombre más activo, y se apegó a él, de modo que teniendo que hacer entre los dos un mismo trabajo, en realidad éste lo hiciera, porque tan lleno de errores estaba el trabajo del que "se tira a muerto".
Y los jefes acabaron por acostumbrarse al hombre que "se tira a muerto". Primero protestaron contra "ese inútil", luego, hartos, le dejaron hacer, y el hombre que "se tira a muerto" florece en todas las oficinas, en todas nuestras reparticiones nacionales, aun en las empresas donde es sagrada ley chuparle la sangre al que aún la tiene.
La naturaleza con su sabia previsión de los acontecimientos sociales y naturales, y para que jamás le faltara tema a los caballeros que se dedican a hacer notas, ha dispuesto que haya numerosas variedades del ejemplar del hombre que "se tira a muerto".
Así, hay el hombre que no se puede "tirar espontáneamente a muerto". Lo atrae el dolce far niente, pero este placer debe ir acompañado de otro deleite: la simulación de que trabaja.
Le veréis frente a la máquina de escribir, grave el gesto, taciturna la expresión, borrascosa la frente. Parece un genio, el que le mira se dice:
–¡Qué cosas formidables debe pensar ese hombre! ¡Qué trabajo importantísimo debe de estar realizando!
Inclinémonos ante la sabiduría del Todopoderoso. El, que provee de alimentos al microbio y al elefante a un mismo tiempo; él, que lo reparte todo, la lluvia y el sol, ha hecho que por cada diez hombres que "se tiran a muertos", haya veinte que quieran hacer méritos, de modo. que por sabia y trascendental compensación, si en una oficina hay dos sujetos que todo lo abandonan en manos del destino, en esa misma oficina hay siempre cuatro que trabajan por ocho, de modo que nada se pierde ni nada se gana. Y veinte restantes hacen sebo de modo razonable.


SILLA EN LA VEREDA


Llegaron las noches de las sillas en la vereda; de las familias estancadas en las puertas de sus casas; llegaron, las noches del amor sentimental de "buenas noches, vecina", el político e insinuante "¿cómo le va, don Pascual?". Y don Pascual sonrie .y se atusa los "baffi", que bien sabe por qué el mocito le pregunta cómo le va. Llegaron las noches...
Yo no sé qué tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol, y tan lindos cuando la luna los recorre oblicuamente. Yo no sé qué tienen; que reos o inteligentes, vagos o activos, todos queremos este barrio con su jardín (sitio para la futura sala) y sus pebetas siempre iguales y siempre distintas, y sus viejos, siempre iguales y siempre distintos también. Encanto mafioso, dulzura mistonga, ilusión baratieri, ¡qué sé yo qué tienen todos estos barrios!; estos barrios porteños, largos, todos cortados con la misma tijera, todos semejantes con sus casitas atorrantas, sus jardines con la palmera al centro y unos yuyos semiflorecidos que aroman como si la noche reventara por ellos el apasionamiento que encierran las almas de la ciudad; almas que sólo saben el ritmo del tango y del "te quiero". Fulería poética, eso y algo más.
Algunos purretes que pelotean en el centro de la calle; media docena de vagos en la esquina; una vieja cabrera en una puerta; una menor que soslaya la esquina, donde está la media docena de vagos; tres propietarios que gambetean cifras en diálogo estadístico frente al boliche de la esquina; un piano que larga un vals antiguo; un perro que, atacado repentinamente de epilepsia, circula, se extermina a tarascones una colonia de pulgas que tiene junto a las vértebras de la cola; una pareja en la ventana oscura de una sala: las hermanas en la puerta y el hermano complementando la media docena de vagos que turrean en la esquina. Esto es todo y nada más. Fulería poética, encanto misho, el estudio– de Bach o de Beethoven junto a un tango de Filiberto o de Mattos Rodríguez.
Esto es el barrio porteño, barrio profundamente nuestro; barrio que todos, reos o inteligentes, llevamos metido en el tuétano como una brujería de encanto que no muere, que no morirá jamás.
Y junto a una puerta, una silla. Silla donde reposa la vieja, silla donde reposa el "jovie". Silla simbólica, silla que se corre treinta centímetros más hacia un costado cuando llega una visita que merece consideración, mientras que la madre o el padre dice:
–Nena; traete otra silla.
Silla cordial de la puerta de calle, de la vereda; silla de amistad, silla donde se consolida un prestigio de urbanidad ciudadana; silla que se le ofrece al "propietario de al lado"; silla que se ofrece al "joven" que es candidato para ennoviar; silla que la "nena" sonriendo y con modales de dueña de casa ofrece, para demostrar que es muy señorita; silla donde la noche del verano se estanca en una voluptuosa "linuya", en una charla agradable, mientras "estrila la d'enfrente" o murmura "la de la esquina".
Silla donde se eterniza el cansancio del verano; silla que hace rueda con otras; silla que obliga al transeúnte a bajar a la calle, mientras que la señora exclama: "¡Pero, hija! ocupás toda la vereda".
Bajo un techo de estrellas, diez de la noche, la silla del barrio porteño afirma una modalidad ciudadana.
En el respiro de las fatigas, soportadas durante el día, es la trampa donde muchos quieren caer; silla engrupidora, atrapadora, sirena de nuestros barrios.
Porque si usted pasaba, pasaba para verla, nada más; pero se detuvo. ¿Quién no se para a saludar? ¿Cómo ser tan descortés? Y se queda un rato charlando. ¿Qué mal hay en hablar? Y, de pronto, le ofrecen una silla. Usted dice: "No, no se molesten". Pero, ¿qué? ya fue volando la "nena" a traerle la silla. Y una vez la silla allí, usted se sienta y sigue charlando.
Silla engrupidora, silla atrapadora.
Usted se sentó y siguió charlando. ¿Y sabe, amigo, dónde terminan a veces esas conversaciones? En el Registro Civil.
Tenga cuidado con esa silla. Es agarradora, fina. Usted se sienta, y se está bien sentado, sobre todo si al lado se tiene una pebeta. ¡Y usted que pasaba para saludar! Tenga cuidado_ Por ahí se empieza.
Está, después, la otra silla, silla conventillera, silla de "jovies" tanos y galaicos; silla esterillada de paja gruesa, silla donde hacen filosofía barata ex barrenderos y peones municipales, todos en mangas de camiseta, todoscachimbo en boca. La luna para arriba sobre los testuces rapados. Un bandoneón rezonga broncas carcelarias en algún patio.
En un quicio de puerta, puerta encalada como la de un convento, él y ella. El, del Escuadrón de Seguridad; ella planchadora o percalera.
Los "jovies", funcionarios públicos del carro, la pala y el escobillón, dan la lata sobre "eregoyenisme". Algún mozo matrero reflexiona en un umbral. Alguna criollaza gorda, piensa amarguras. Y este es otro pedazo del barrio nuestro. Esté sonando Cuando llora la milonga o la Patética, importa poco. Los corazones son los mismos, las pasiones las mismas, los odios los mismos, las esperanzas las mismas.
¡Pero tenga cuidado con la silla, socio! Importa poco que sea de Viena o que esté esterillada con paja brava del Delta: los corazones son los mismos...


VENTANAS ILUMINADAS


La otra noche me decía el amigo Feilberg, que es el coleccionista de las historias más raras que conozco:
–¿Usted no se ha fijado en las ventanas iluminadas a las tres de la mañana? Vea, allí tiene argumento para una nota curiosa.
Y de inmediato se internó en los recovecos de una historia que no hubiera despreciado Villiers de L'Isle Adam o Barbey de Aurevilly o el barbudo de Horacio Quiroga. Una historia magnífica relacionada con una ventana iluminada a las tres de la: mañana.
Naturalmente, pensando después en las palabras de este amigo, llegué a la conclusión de que tenía razón, y no me extrañaría que don Ramón Gómez de la Serna hubiera utilizado este argumento para una de sus geniales greguerías.
Ciertamente, no hay nada más llamativo en el cubo negro de la no–1 che que ese rectángulo de luz amarilla, situado en una altura, entre el prodigio de las chimeneas bizcas y las nubes que van pasando por encima de la ciudad, barridas como por un viento de maleficio.
¿Qué es lo que ocurre allí? ¿Cuántos crímenes se hubieran evitado si en ese momento en que la ventana se ilumina, hubiera subido a espiar ; un hombre?
¿Quiénes están allí adentro? ¿Jugadores, ladrones, suicidas, enfermos? ¿Nace o muere alguien en ese lugar?
En el cubo negro de la noche, la ventana iluminada, como un ojo, vigila las azoteas y hace levantar la cabeza de los trasnochadores que de pronto se quedan mirando aquello con una curiosidad más poderosa que el cansancio.
Porque ya es la ventana de una buhardilla, una de esas ventanas de madera deshechas por el sol, ya es una ventana de hierro, cubierta de cortinados, y que entre los visillos y las persianas deja entrever unas rayas de luz. Y luego la sombra, el vigilante Ve se pasea abajo, los hombres que pasan de mal talante pensando en los líos que tendrán que solventar con sus respetables esposas, mientras que la ventana iluminada, falsa como mula bichoca, ofrece un refugio temporal, insinúa un escondite contra el aguacero de estupidez que se descarga sobre la ciudad en los tranvías retardados y crujientes.
Frecuentemente, esas piezas son parte integral de una casa de pensión, y no se reúnen en ellas ni asesinos ni suicidas, sino buenos muchachos que pasan el tiempo conversando mientras se calienta el agua para tomar mate.
Porque es curioso. Todo hombre que ha traspuesto la una de la madrugada, considera la noche tan perdida, que ya es preferible pasarla de pie, conversando con un buen amigo. Es después del café; de las rondas por los cafetines turbios. Y juntos se encaminan para la pieza, donde, fatalmente, el que no la ocupa se recostará sobre la cama del amigo, mientras que el otro, cachazudamente, le prende fuego al calentador para preparar el agua para el mate.
Y mientras que sorben, charlan. Son las charlas interminables de las tres de la madrugada, las charlas de los hombres que, sintiendo cansado el cuerpo, analizan los hechos del día con esa especie de fiebre lúcida y sin temperatura, que en la vigilia deja en las ideas una lucidez de delirio.
Y el silencio que sube desde la calle, hace más lentas, más profundas, más deseadas las palabras.
Esa es la ventana cordial, que desde la calle mira el agente de la esquina, sabiendo que los que la ocupan son dos estudiantes eternos resolviendo un problema de metafísica del amor o recordando en confidencia hechos que no se pueden embuchar toda la noche.
Hay otra ventana que es tan cordial como ésta, y es la ventana del paisaje del bar tirolés.
En todos los bares "imitación Munich" un pintor humorista y genial ha pintado unas escenas de burgos tiroleses o suizos. En todas estas escenas aparecen ciudades con tejados y torres y vigas, con calles torcidas, con faroles cuyos pedestales se retuercen como una culebra, y abrazados a ellos, fantásticos tudescos con medias verdes de turistas y un sombrerito jovial, con la indispensable pluma. Estos borrachos simpáticos, de cuyos bolsillos escapan golletes de botellas, miran con mirada lacrimosa a una señora obesa, apoyada en la ventana, cubierta de un extraordinario camisón, con cofia blanca, y que enarbola un tremendo garrote desde la altura.
La obesa señora de la ventana de las tres de la madrugada, tiene el semblante de un carnicero, mientras que su cónyuge, con las piernas de alambre retorcido en torno del farol, trata de dulcificar a la poco amable "frau".
Pero la "frau" es inexorable como un beduino. Le dará una paliza a su marido.
La ventana triste de las tres de la madrugada, es la ventana del pobre, la ventana de esos conventillos de tres pisos, y que, de pronto, al iluminarse bruscamente, lanza su resplandor en la noche como un quejido de angustia, un llamado de socorro. Sin saber por qué se adivina, tras el súbito encendimiento, a un hombre que salta de la cama despavorido, a una madre que se inclina atormentada de sueño sobre una cuna; se adivina ese inesperado dolor de muelas que ha estallado en medio del sueño y que trastornará a un pobre diablo hasta el amanecer tras de las cortinas raídas de tanto usadas.
Ventana iluminada de las tres de la madrugada. Si se pudiera escribir todo lo que se oculta tras de tus vidrios biselados o rotos, se escribiría el más angustioso poema que conoce la humanidad. Inventores, rateros, poetas, jugadores, moribundos, triunfadores que no pueden dormir de alegría. Cada ventana iluminada en la noche crecida, es una historia que aún no se ha escrito.
EL QUE SIEMPRE DA LA RAZON


Hay un tipo de hombre que no tiene color definido, siempre le da a usted la razón, siempre sonríe, siempre está dispuesto a condolerse con su dolor y a sonreír con su alegría, y ni por broma contradice a nadie, ni tampoco habla mal de sus prójimos, y todos son buenos para él, y, aunque se le diga en la propia cara: "¡Usted es un hipócrita!" es imposible hacerle abandonar su estudiada posición de ecuanimidad.
Incluso cuando habla parece llenarse de satisfacción, y da palmaditas en las espaldas de los que escuchan como si quisiera hacerse perdonar la alegría con que los agasaja.
Esta efigie de hombre me produce una sensación de monstruo gelatinoso, enorme, con más profundidades que el mismo mar.
No por lo que dice, sino por lo que oculta.
Obsérvelo.
Siempre busca algo con que halagar la vanidad de sus prójimos. Es especialista en descubrir debilidades, no para vituperarlas o corregirlas, sino para elogiarlas y echarles aceite como a la ensalada.
Es usted haragán. Pues el tipo le dirá:
–¡Qué macanudo "fiacún" es usted! Lo envidio, Jefe...
En cambio, usted tiene la pretensión de ser buen mozo. El fulano lo encuentra, y, parándolo, le pone las dos manos en las coyunturas de los brazos, lo mira dulcemente y exclama:
–¡Qué elegante está usted hoy! ¡Qué bien! ¿Dónde compró esa magnífica corbata? Hombre dichoso.
Usted camina preocupado de encontrarse enfermo. Mi monstruo localiza su obsesión y exclama, casi indignado:
–¿Enfermo usted? No chacotee. ¡Qué va a estar enfermo! Enfermo estoy yo.
E ipso facto desembucha tal colección de enfermedades, que usted casi lo mira con terror... y contento de hallarse doliente de una sola enfermedad.
Se me dirá: "Son características de individuo enfermo, débil".
Más que hombre mi individuo es una enredadera, lenta, inexorable, avanzadora. Puede cortarle todos los retoños que quiera, puede ofender a esta enredadera, del mejor modo que le dé la gana. Es inútil. El monstruo no reaccionará.
Crece con lentitud aterradora. Clava las raíces y crece. Inútil que el medio le sea adverso, que nadie quiera ayudarlo, que lo desprecien, que le den a entender que lo peor puede esperarse de él. Tiempo perdido. La enredadera, a cambio de injurias, le devolverá flores, perfume, caricias. Usted lo despreció y él se detendrá un día asombrado ante usted, exclamando:
–¿Quién es su sastre? ¡Qué magnífico traje le ha cortado! Sinvergüenza, no hay derecho a ser tan elegante.
Usted dice un mal chiste; el hombre se ríe, lo "lomea" y después de ser casi víctima de una congestión por exceso de risa, dice:
–¡Qué gracioso es usted!... ¡Qué bárbaro!...
Y nuevamente vuelve a ser víctima de un ataque de risa, que le sube desde el vientre hasta la nuca.
Está bien con todos. Algunos lo desprecian, otros lo compadecen, rarísimos lo estiman, y a la mayoría le es indiferente. El, más que nadie, tiene perfecto conocimiento de la repulsión interna que suscita, y avanza
con más precauciones que una araña sobre la red que extrae de su estómago.
Está bien con todos. Puede usted comunicarle un secreto, en la seguridad que él lo embuchará más celosamente que una caja de hierro.
Puede usted hacerle una barrabasada. Antes de que tenga tiempo de disculparse, él le dirá:
–Comprendo. Olvidemos. Somos hombres. Todos fallamos. ¡Ja, ja! ¡Qué rico tipo!
Imperceptiblemente sus gajos van prendiendo. Enroscándose a las defensas fijas. No es necesario verle a él, para comprender dónde se encuentra. Más aceitoso que una biela, se corre de un punto a otro con tal eficacia de elasticidad, que allí donde haya alguien a quien festejar o adular allí tropezaréis con su sonrisa amplia, ojos encandilados y sonrientes, y manos beatíficamente cruzadas sobre el pecho.
No le sorprenderán en ninguna contradicción; salvo las contradicciones inteligentes en que él mismo incurre para darle razón a su adversario y dejarlo más satisfecho de su poder intelectual.
Otros se quejan. Hablan mal de la gente, del destino, de los jefes, de los amigos. El, de la única persona de quien habla mal es de sí mismo. Los demás, para los demás, exuda no sé de qué zona de su cuerpo tal extensión de aceite, que en cuanto alguien encrespa una palabra él ahoga la tempestad del vaso de agua con un barril de grasa.
Dije que este hombre era un monstruo, y que me infundía terror, terror físico, igual que una pesadilla, porque adivinaba en él más profundidades que las que tiene el mar.
Efectivamente: ¿se lo imaginan ustedes a este bicharraco enojado? ¿O tramando una venganza?
"La procesión va por dentro." Exteriormente sonríe como un ídolo chino, eternamente.
¿Qué es lo que desenvuelve dentro de él? ¿Qué tormentas? No me lo imagino... puede estar usted seguro que en la soledad, en ese semblante que siempre sonríe, debe dibujarse una tal fealdad taciturna, que al mismo diablo se le pondrá la piel fría y mirará con prevención a su esperpento sobre la tierra: el hipócrita

¡ATENTI, NENA, QUE EL TIEMPO PASA!


Hoy, mientras venía en el tranvía, carpeteaba a una jovenzuela que, acompañada por el novio, ponía cara de hacerle un favor a éste permitiéndole que estuviera al lado. En todo el viaje no dijo otra palabra que no fuera sí o no. Y para ahorrarse saliva movía la "zabeca" como mula noriega. El gil que la acompañaba ensayaba todo el arte de conversación, pero al ñudo; porque la nena se hacía la interesante y miraba al espacio como si buscara algo que fuera menos zanahoria que el acompañante.
Yo meditaba broncas filosóficas al tiempo que pensaba. En tanto las cuadras pasaban y el Romeo de marras venía dale que dale, conversando con la nena que me ponía nervioso de verla tan consentida. Y sobrándola, yo le decía "in mente":
–Nena, no te hablaré del tiempo, del concepto matemático del rantifuso tiempo que tenían Spencer, Poincaré, Einstein y Proust. No te hablaré, del tiempo espacio, porque sos muy burra para entenderme; pero atendé estas razones que son de hombre que ha vivido y que preferiría vender verdura a escribir:
"No lo desprecies al tipo que llevás al lado. No, nena; no lo desprecies.
"El tiempo, esa abstracción matemática que revuelve la sesera a todos los otarios con patentes de sabios, existe, nena. Existe para escarnio de tu trompita que dentro de algunos años tendrá más arrugas que guante de vieja o traje de cesante.
"¡Atenti, piba, que los siglos corren!
"Cierto es que tu novio tiene cara de zanahoria, con esa nariz fuera de ordenanza y los "tegobitos" como los de una foca. Cierto que en cada fosa nasal puede llevar contrabando, y que tiene la mirada pitañosa como sirviente sin sueldo o babión sin destino, cierto que hay muchachos más lindos, más simpáticos, más ranas, más prácticos para pulsar la vihuela de tu corazón y cualquier cosa que se le ocurra al que me lee. Cierto es. Pero el tiempo pasa, a pesar de que Spencer decía que no existía y Einstein afirme que es una realidad de la geometría euclidiana que no tiene minga que ver con las otras geometrías... ¡Atenti, nena, que el tiempo pasa! Pasa. Y cada día merma el stock de giles. Cada día desaparece un zonzo de la circulación. Parece mentira, pero así no más es.
"Te adivino el pensamiento, percalera. Es éste: “Puede venir otro mejor”...
"Cierto... Pero pensá que todos quieren tomarle tacto a la mercadería, pulsar la estofa, saber lo que compran para batir después que no les gusta, y ¡qué diablo! Recordate que ni en las ferias se permite tocar la manteca, que la ordenanza municipal en los puestos de los turcos bien claro lo dice: “Se prohibe tocar la carne”, pero que esas ordenanzas en la caza del novio, en el clásico del civil, no rezan, y que muchas veces hay que infringir el digesto municipal para llegar al registro nacional.
"¿Que el hombre es feo como un gorila? Cierto es; pero si te acostumbrás a mirarlo te va a parecer más lindo que Valentino. Después que un novio no vale por la cara, sino por otras cosas. Por el sueldo, por lo empacador de vento que sea, por lo cuidadoso del laburo... por los ascensos que puede tener... en fin... por muchas cosas. Y el tiempo pasa, nena. Pasa al galope; pasa con bronca. Y cada día merma el stock de los zanahorias; cada día desaparece de la circulación un zonzo. Algunos que se mueren, otros que se avivan..."
Así iba yo pensando en el bondi donde la moza las iba de interesante por el señor que la acompañaba. Juro que la autoengrupida no pronunció media docena de palabras durante todo el viaje, y no era yo sólo el que la venía carpeteando, sino que también otros pasajeros se fijaron en el silencio de la fulana, y hasta sentíamos bronca y vergüenza, porque el mal trago lo pasaba un hombre, y ¡qué diablos! al fin y al cabo, entre los leones hay alguna solidaridad, aunque sea involuntaria.
En Caballito, la niña subió a una combinación, mientras que el gil se quedó en la acera esperando que el bondi rajara. Y ella desde arriba y él desde la rúa, se miraban con comedia de despedida sin consuelo. Y cuando el gaita mótorman arrancó, él, como quien saluda a una princesa, se quitó el capelo mientras que ella digitaleaba en el espacio como si se alejara en un "píccolo navío".
Y fijándome en la pinta déla dama, nuevamente reflexioné:
–¡Atenti, nena, que el tiempo raja! Todavía estás a tiempo de atrapar al zonzo que tratás con prepotencia, pero no te ilusiones.
"Vienen años de miseria, de bronca, de revolución, de dictadura, de quiebras y de concordatos. Vienen tiempos de encarecimientos. El que más, el que menos, galgueará en la rúa en busca del sustento cotidiano. No seas, entonces, baguala con el hombre, y atendelo como es debido. Meditá. Hoy, todavía, lo tenés al lado; mañana podés no tenerlo. Conversalo, que es lo que menos cuesta. Pensá que a los hombres no les gustan las novias silenciosas, porque barruntan que bajo el silencio se esconde una mala pécora y una tía atimada, zorrina y broncosa. ¡Atenti, nena; que el tiempo no vuelve!..."

Roberto Arlt

jueves, 16 de octubre de 2008

La insolación (Horacio Quiroga)

El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil, y se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Éste cerraba el horizonte, a doscientos metros, por tres lados de la chacra. Hacia el Oeste el campo se ensanchaba y extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.
A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado el campo emanaba tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de mejor compensado trabajo.
Milk, el padre del cachorro, cruzó a la vez el patio y se sentó al lado de aquél, con perezoso quejido de bienestar. Ambos permanecían inmóviles, pues aún no había moscas.
Old, que miraba hacía rato a la vera del monte, observó:
-La mañana es fresca.
Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando distraído. Después de un rato dijo:
-En aquel árbol hay dos halcones.
Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba y continuaron mirando por costumbre las cosas.
Entretanto, el Oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y al hacerlo sintió un leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.
-No podía caminar -exclamó en conclusión.
Old no comprendió a qué se refería. Milk agregó:
-Hay muchos piques.
Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo rato:
-Hay muchos piques.
Uno y otro callaron de nuevo, convencidos.
El sol salió, y en el primer baño de su luz, las pavas del monte lanzaron al aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a poco la pareja aumentó con la llegada de los otros compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior, partido por un coatí, dejaba ver los dientes, e Isondú, de nombre indígena. Los cinco foxterriers, tendidos y beatos de bienestar, durmieron.
Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro rancho de dos pisos -el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y baranda de chalet-, habían sentido los pasos de su dueño, que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente tras su solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales.
Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas, meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen el menor indicio de borrachera en su amo. Alejáronse con lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto abandonar aquél por la sombra de los corredores.
El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes: seco, límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas. Míster Jones fue a la chacra, miró el trabajo del día anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la siesta.
Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos del cultivo desde el invierno pasado, cuando aprendieron a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantaba el arado. Cada perro se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada.
Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban a cada rato de planta, en procura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas traseras, para respirar mejor.
Reverberaba ahora adelante de ellos un pequeño páramo de greda que ni siquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vio de pronto a Míster Jones que lo miraba fijamente, sentado sobre un tronco. Old se puso en pie meneando el rabo. Los otros levantáronse también, pero erizados.
-Es el patrón -dijo el cachorro, sorprendido de la actitud de aquéllos.
-No, no es él -replicó Dick.
Los cuatro perros estaban apiñados gruñendo sordamente, sin apartar los ojos de míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo, fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:
-No es él, es la Muerte.
El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.
-¿Es el patrón muerto? -preguntó ansiosamente. Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud temerosa. Pero míster Jones se desvanecía ya en el aire ondulante.
Al oír los ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada. Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.
Los foxterriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de sus compañeros que cuando una cosa va a morir, aparece antes.
-¿Y cómo saben que ése que vimos no era el patrón vivo? -preguntó.
-Porque no era él -le respondieron displicentes.
¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas, estaba sobre ellos! Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin saber hacia dónde.
Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la noche plateada los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su velada de whisky. A media noche oyeron sus pasos, luego la caída de las botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro sólo podía ladrar. La noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el hocico extendido e hinchado de lamentos -bien alimentados y acariciados por el dueño que iban a perder-, continuaban llorando a lo alto su doméstica miseria.
A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la carpidora saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había notado una falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo, recomendándole cuidara del caballo, un buen animal, pero asoleado. Alzó la cabeza al sol fundente de mediodía, e insistió en que no galopara ni un momento. Almorzó en seguida y subió. Los perros, que en la mañana no habían dejado un segundo a su patrón, se quedaron en los corredores.
La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio, deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de los foxterriers.
-No ha aparecido más -dijo Milk.
Old, al oír aparecido, levantó vivamente las orejas. Incitado por la evocación el cachorro se puso en pie y ladró, buscando a qué. Al rato calló, entregándose con sus compañeros a su defensiva cacería de moscas.
-No vino más -agregó Isondú.
-Había una lagartija bajo el raigón -recordó por primera vez Prince.
Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la vista y saltó de golpe.
-¡Viene otra vez! -gritó.
Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con furia a la Muerte, que se acercaba. El caballo caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que debía seguir. Al pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se desvaneció progresivamente en la cruda luz.
Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la carpidora, cuando vio llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora. Apenas libre y concluida su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares era imposible contar los latidos, tembló agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó a la chacra, todavía de sombrero y rebenque, al peón para no echarlo si continuaba oyendo sus jesuísticas disculpas.
Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón, cuando oyeron a míster Jones que le gritaba pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su casco y salió él mismo en busca del utensilio. Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.
Los perros salieron con él, pero se detuvieron a la sombra del primer algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño contraído y atento, veían alejarse a su patrón. Al fin el temor a la soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.
Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego, evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado y retoñado desde que hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques macizos. La tarea de cruzarlo, sería ya con día fresco, era muy dura a esa hora. Míster Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante y polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres vahos de nitrato.
Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto bajo ese sol y ese cansancio. Marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca, que no permitía concluir la respiración.
Míster Jones adquirió el convencimiento de que había traspasado su límite de resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le empujaran el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez... Y de pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminado media cuadra sin darse cuenta de nada. Miró atrás, y la cabeza se le fue en un nuevo vértigo.
Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua afuera. A veces, asfixiados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban, precipitando su jadeo, para volver en seguida al tormento del sol. A1 fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.
Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza a su patrón, y confrontó.
-¡La Muerte, la Muerte! -aulló.
Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados, y por un instante creyeron que se iba a equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y marchó adelante.
-¡Que no camine ligero el patrón! -exclamó Prince.
-¡Va a tropezar con él! -aullaron todos.
En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en apariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de míster Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata, sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya. Los perros hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un segundo y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.
Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero fue inútil toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno, fue allá desde Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra, y en cuatro días liquidó todo, volviéndose en seguida al Sur. Los indios se repartieron los perros, que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas las noches con hambriento sigilo a robar espigas de maíz en las chacras ajenas.

Horacio Quiroga

miércoles, 1 de octubre de 2008

El abra (Luisa Mercedes Levinson)

En medio del abra, ya semiinvadida de malezas, en el campo de los Mendihondo, se puede ver una tapera de dos piezas corridas y galería a los lados, con techo de zinc donde el sol se apoya con saña. El abra, de una legua escasa, está rodeada por la selva de Misiones que, como un nudo corredizo, en cualquier momento podría estrangularla. Es una isla seca esa abra a la que solamente llegan, a veces, ñanduces o monos, o, muy de cuando en cuando, un chasque que, como yo, por alguna razón de pobreza, se aventura a cruzar la selva y el páramo de tierra colorada. En un tiempo la tapera del abra estuvo blanqueada y el campito poblado por algunos vacunos. Un pozo exiguo, con una mula atada a la noria, era la única provisión de agua. De las vigas del techo de la galería colgaba la hamaca paraguaya, y, en ella, estirada, una mujer morena de miembros cortos y redondeados que se abanicaba con una pantalla de junco. A pesar del tinte mate de su piel, no parecía del país; la sombra exagerada de sus ojeras acusaba el kohl. Se cubría con un vestido claro que dejaba transparentar sus formas pronunciadas. La hamaca se ondulaba con el peso de esa figura pequeña y maciza. Alrededor de ella se formaba un vapor confuso, una especie de orla o halo. Pero quizá era sólo la nube oscilante de moscas y mosquitos. Don Alcibiades la había traído de Oberá, una noche, y ahí se había quedado. No la llamaba por ningún nombre, solamente eh, decí, mirá. Tenía un nombre difícil de pronunciar. Ella había creído que ese hombre barbudo, con ojos muertos, movimientos rápidos y una rastra emparchada de plata, la hubiera llevado a ciudades con ferias y ruedas que vuelan por el aire, o a campamentos donde se escuchan las fanfarras lejanas, y la caña, en cantimploras, rueda de boca en boca, suavemente hinchada por los votos secretos de muchos hombres, al anochecer. Se quedaron ahí, sin una guitarra ni un perro. Después, él conchabó al Ciro, el peón. El peón, además de arrear los animales al bebedero, castrar y carnear de cuando en cuando, hacía la comida, cebaba el mate y a veces lavaba la ropa. También cargaba con la hamaca de una a otra galería, con o sin la mujer adentro, en busca de sombra. Hablaba poco; contra el último pilar de la galería, se quedaba por las noches apartado y oscuro. Como no pitaba, sólo se percibía, muy de cuando en cuando, el brillo de sus ojos encandilados. Las estrellas brillaban fuerte en la gran noche, pero más allá, al raso. Don Alcibiades, ya en el oscuro, tiraba el pucho y se acercaba a la hamaca. Se quedaba ahí un buen rato, de pie. De pronto cargaba con la mujer hacia la pieza. Muy de mañana cebaba el Ciro. La mujer ya estaba en la hamaca otra vez, como si no se hubiera movido, abanicándose eternamente, con los ojos sombreados de kohl. La expresión de esa cara era igual a la de muchas mujeres que se encuentran en el pueblo o las ciudades: una máscara de melancolía o de tedio y detrás de la máscara, nada. El Ciro le pasaba el mate en cuclillas, la pava un poco más allá, en la tierra roja, y, prosternado, le ofrecía un cigarro de chala, una fruta o una perdiz traída de la laguna, a quince leguas. El patrón se prendía la rastra de plata y observaba desde adentro, afinados los labios resecos. El muchacho era duro para el trabajo y rendidor. Le iba cobrando ley. Una madrugada en que la mujer estaba comiendo las frutas de las palmeras invisibles, por lejanas, vio una culebra y le tiró a la cabeza, como tantas veces lo hiciera con el revólver que estaba ahí nomás, en la hamaca. Don Alcibiades salió de la pieza. - Buen tiro, ché. Te premiaré por la puntería. Me voy pa la feria arreando los novillitos; te traeré la blusa. - ¿Lo acompaño, patrón? -preguntó el Ciro. - No. Don Alcibiades añadió, dirigiéndose a la mujer: -Te queda un tiro. Es bastante pa vos. -Y se fue. No cambió la máscara ambigua en el rostro de ella. El Ciro montó la yegua y salió a recorrer el campito, como siempre, arreó de la selva a tres vacas alzadas, curó a un ternero abichado, libró a otros de uras y garrapatas y acomodó las ramazones que servían de alambrado. Cuando volvió a las casas empezó con la fajina doméstica: prendió fuego para el asado, entre la polvareda y el viento; en cuclillas, como siempre, miraba de reojo a la mujer. Ella se desperezó, después se desprendió la blusa, como si la botonadura le lastimara el pecho. Estirada en la hamaca, abanicándose, su rostro permanecía impasible; sólo el cuerpo, en ondulaciones sobre la red; cambiaba, se multiplicaba en su aleteo, como si muchos peces submarinos y brillantes se debatieran en una atmósfera antinatural, en intentos inútiles, un poco monstruosos. Y en todo había una belleza remota y agresiva. El Ciro fue acercándose despacio, silencioso, de rodillas, y empezó a acariciar la mano que colgaba fuera de la red. La mano se alzó hasta el pecho y con ella arrastró a la otra mano. El Ciro saltó sobre la red, alucinado, desesperado, como una tormenta que se desencadena. Y su sudor caliente se mezcló a las sales profundas y por fin el secreto del mundo fue revelado. La mujer entreabrió los labios. Una paz corpórea, blanca, se elevó sobre la tierra rojiza, sin pájaros. Un grito de la mujer la ahuyentó de pronto. Sonó un tiro y el Ciro, en un estertor rígido, cayó hacia afuera, sobre la tierra apisonada, bajo la hamaca. -No me esperaban tan pronto, ¿eh? -Y después: -No lo hice caer encima tuyo, no te podés quejar. Alcibiades se acercó y metiendo el revólver en el cinto tomó los bordes de la hamaca, empezando por arriba, y fue cerrándola sobre ella, trenzándola con el lazo. La mujer estaba quieta, callada, abiertos los ojos sin mirar, bajo la soga que iba cerrándose, primero sobre su cara, todo a lo largo de su cuerpo, después. E1 trabajaba concienzudamente, práctico en la tarea con el lazo. Terminó en lo alto, en el lado de los pies, con un gran nudo doble. Ella no sabía aún qué había pasado. El lazo le daba sobre la cara, sobre los pechos. Algo pegajoso le había salpicado los muslos y un brazo. Y el olor subía desde la tierra apisonada, una mezcla de pólvora y de amor, y de cosas muy lejanas y profundas; mares, tal vez. En una contorsión que hizo oscilar la hamaca, se volvió boca abajo; vio a un hombre muerto que fue el Ciro: a la frente destrozada seguía la nariz indecisa y los labios, herida irremediable, dulce y agradecida; eran los labios recién besados de un niño. La mujer estaba todavía aletargada por esa paz ya huida. No entendía mucho de miedos. Sabía que era difícil que algo fuera peor. Ya hacía tiempo que había tocado fondo; la felicidad podía ser sólo una memoria confusa y fugaz o un momento sin futuro. Recién había bebido de la felicidad hasta lo hondo, por primera vez, y a pesar de todo, un bienestar la invadía; un baño de bienestar que pesaba más que los acontecimientos, que trastocaba el tiempo y la mantenía en un presente que ya había pasado. En casa de Doña Jacinta había conocido el apremio de muchos hombres, pero nunca había conseguido ese bienestar que le hacía recuperar las cosas remotas; la infancia y un barco y una imprecisa canción. Sintió que los pechos y el vientre le pesaban como si fueran el centro del universo. De pronto abrió los ojos. El Ciro estaba quieto, allí abajo, en el suelo, largo. Ella se retorció, adentro de la red, y empezó a crecer en ella, como si fuera desde la entraña misma de la tierra roja, un odio pétreo, gris; un odio de greda que la traspasaba, la superaba. Raspándose los flancos logró darse vuelta de costado. Su odio nada tenía que ver con la angustia o la debilidad o el estar allí, vejada, entre cuerdas, prisionera. Era un odio duro hacia un hombre que tenía poder, el patrón, Alcibiades, que estaba ahí junto al pilar; en ese sitio que había sido el apoyo de la espera, de la paciencia, de la pobreza, del amor; del Ciro. La máscara en el rostro de la mujer no expresaba nada más allá de la ambigüedad, como siempre. Pero ahora revivía esa escena pasada, cuando el hombre de la barba entró en el patio de Doña Jacinta, en un atardecer, chirriando las botas, como si fuera matando la luz con sus pisadas y vio el desfilar de las muchachas -la Zoila, tan delgadita que parecía que iba a quebrarse, la Wilda, con su pelo motoso, sus labios abultados y sus ojos verdes, y las otras, y cómo la eligió a ella y la hizo tenderse y subir los brazos detrás de la nuca y cómo una arcada de asco le subió a la garganta, algo que no le había sucedido antes. Él prometió mostrarle ciudades y le ofreció cigarros de chala y ella olvidó ese asco inicial y se fue, dejando el atado de ropa para las otras, total, a ella ya le comprarían vestidos nuevos en la ciudad, y una combinación de seda celeste. Y llegaron allí, al abra, y lo mismo que en el patio, en el pueblo, los días fueron iguales, más iguales todavía, pasando de amaneceres a ocasos, de noches a días, de calor a calor. El rencor la ahogaba, le subía en bocanadas desde el vientre. Se parecía a aquella primera arcada insólita que le acometió cuando Alcíbíades la besó por primera vez. Algo que había estado quieto en sus adentros, como una laguna estancada, se echó a correr, a desbordarse por su cuerpo y por su mente, arrastrando los espejos rotos impregnados con sus imágenes recientes, estúpidas y asombradas. Y al lavarla de lo anterior, la volvía clara, lúcida para intentar una venganza. Se oían las idas y venidas del hombre, en la pieza, cómo contaba las monedas de plata, cómo abría la valija y metía, adentro, la ropa y el poncho de la cama. Eso quería decir que se iba, que la dejaba, para que ella se consumiera hasta el fin, bajo el sol que ya daba vuelta hacia esa galería, entre la nube de moscas verdosas, pastosas, que subían desde la cabeza destrozada del muerto, hasta ella. Lejos, esperaban los caranchos y los cuervos. La lengua, seca, se le pegaba al paladar; el estómago se le endurecía y la apretaba con cien uñas nuevas, adentro, pero no se le ocurrió pensar que tenía hambre y sobre todo, sed. Su odio podía más que los apremios. Un olor blando se alzaba desde el piso. Un olor dulce que se parecía a ese sudor reciente de ellos dos, mezclados. Y a los yatais que él le traía desde lejos. Y también al bebedero de la mula. Alcibiades, con la valija en la mano, se detuvo ahí cerca, los labios estirados en una especie de sonrisa. Tal vez su reciente acción le quedaba grande; lo sobrepasaba. Se admiró de sí mismo, de su decisión; había matado a un hombre, al muchacho. Limpiamente se había librado de algo que lo incomodaba. Ahora había que huir. También era molesto, no sabía qué hacer. Hacía calor, era la hora de la siesta. La mujer parecía un puma, con sus miembros cortos y su vientre y busto abultados, la piel con algunos manchones rojos bajo la red emparchada de sol. Ella empezó a retorcerse. El sol le daba en el hombro derecho y en la cadera; después, en todo lo largo de ese costado. Se acomodó boca arriba, de espaldas al muerto, el sol sobre el seno pesado, justo bajo la soga, sobresaliendo el pezón morado por un cuadradito de la red. La cabellera negra se desparramaba y le escondía la cara; toda esa masa de pelo apenas entreabierta para dejar que ardiera la mirada. Un quejido monótono, un poco ronco, acompañaba el contoneo, algo así como un arrullo, si las fieras pudiesen arrullar, mientras a la frente angosta, deprimida bajo ese pelo que caía, llegó desde sus entrañas una sabiduría antigua: si ella sabía llamarlo, ese hombre se acercaría, se abalanzaría sobre ella y desataría el nudo y destrenzaría el lazo y se aflojarían los bordes de la hamaca y eso significaría el reinado de la hembra, la vida, el poder y, después, la venganza. Alcibiades estaba inquieto junto a ese pilar. Dejó la valija en el piso y dio un paso adelante. Se detuvo de nuevo. - Te estás asando al sol, che -dijo con uno voz extraña, pastosa. Ella se retorcía, rugía un poco. El hombre añadió, con voz honda, como si le costara hablar. - Aura naides nos molestará, aunque sea al sol. Se iba acercando, deteniéndose y dando un paso adelante otra vez. Ella lo veía crecer, agigantarse. En cualquier momento se abalanzaría, por sorpresa. Tal vez su impaciencia le haría cortar el lazo o la red con el facón. n los sacudimientos de la mujer hubo un cambio de ritmo, un estremecimiento que el hombre no notó. El odio, por arcadas, por oleadas, iba adueñándose de sus pequeñas astucias, de su pereza, de su deseo, de todo aquello que había sido ella hasta entonces, y la invadía en flujos y reflujos. Toda ella era una marejada de odio caliente que la endurecía. Su odio era más impaciente que el deseo de él, más apremiante. Ya nada significaba el plan de venganza, ni siquiera la vida. Era un odio exigente, tiránico, de una majestad feroz. Y se agrandaba adentro de ella, la estiraba, ya no la podía contener . . . Estalló un tiro. -Perra -murmuró el hombre, entre dientes; dio una voltereta y cayó de espaldas al piso. Tenía una mano sobre el pecho y escupía aún confusas maldiciones. Adentro de la hamaca quedó el revólver inútil, vaciado. Ella también quedó así. Era la última bala, el último ruido para quebrar el rumor, la pesadez, y la sed. Era el último ruido del mundo para ella. El hombre, Alcibiades, tendido, contorsionándose, oscuro, era una sombra empecinada contra la luz; juramento y estertor. Y, por fin, nada, apenas la muerte bajo el pilar, un poco más allá de la valija vieja e hinchada. Y un hilo de sangre dibujando la camisa no muy blanca bajo la barba renegrida. La mujer se rindió al sol que la poseía prolijamente. Su odio, satisfecho, la abandonó como un hombre, nomás, y ella se sumergió en una especie de paz opaca, sólida, que poco tenía que ver con aquella que había atrapado luego del amor. Pero esta era, por lo menos, duradera. Todo el sol destinado al abra de tierra roja, estaba concentrado, ensañado en ese cuerpo desnudo bajo la red, húmedo, que se iba secando poco a poco. Y la lujosa corte de moscas, tornasolándose, al pasar de la sombra al sol, estiraba las alas y las patitas, iba y venía desde los cuerpos de los hombres muertos hasta el de ella, sin hacer distinción entre la cabeza destrozada, el pecho donde la sangre parecía correr aún, y su sed. Ella alimentó el odio a costa de esa sed; algo estaba cumplido, saciado. Se estuvo un rato quieta, soñolienta. De pronto empezó a roer la red, desesperadamente. Un cuadrito se cortó, después otro. Ardía la piel, los labios, los ojos. Todo se incendiaba en ella aunque la noche ya caía lentamente y pesaba como cien hombres y la selva comenzó a desperezarse a lo lejos, arrastrándose primero, galopando con furia, después, estrechando el círculo del abra, estrangulándolo. Cegaba el resplandor de las lagunas y de los ríos mentirosos que avanzaban y huían. Noche, sol, noche otra vez. Y morder los hilos del frío, del miedo, de la soledad. Sus propios gritos engendraban otros que tomaban formas, que la rodeaban y la aturdían y atronaban la noche. Luego el silencio la envolvía y el nudo del lazo, allí arriba, sobre sus pies, se agrandaba en el aire, inalcanzable, todopoderoso. Redobla el galope de la selva. Sombras, graznidos, alas pegajosas le abofetean la cara, le picotean los muslos y las caderas, la sa1pican de negrura y de muerte: "La Wilda y Ia Zoila duermen bajo el mosquìtero. ¡Llegan los hombres! Doña Jacinta se va a enojar. Se me enredan las guías en las piernas y las manos de los hombres aprietan los pechos de las muchachas donde rebosa la leche amarilla y amarga para engañar la sed de los hombres. ¿La camadrona? No, que quema las entrañas, se incendian con las palmeras y las culebras. En lo hondo, más abajo de la tierra apisonada, arden las monedas de plata, la barba negra; ya son un líquido negruzco . . . Rueda la rueda redonda por las ciudades. ¡Ciro, Ciro, desátame de la rueda! Abajo, en el patio de jazmines, están los soldados con sus fanfarrias y su bonito uniforme azul. Y los ángeles vuelan por el aire y cantan. Traé las blusas de seda para las muchachas. Vamos a rezar todas juntas a la Virgen para que se cumpla el milagro; una combinación con randa y un hombre que se quede. La selva me cubre, me esconde entre sus hojas, entre su lujo, entre la selva . . . Virgencita, nudo del aíre, no me ciegues con tu luz" . . . La hamaca, en el vacío, como un puente o un sueño murmurante aún, se mecía sobre la muerte, cuando yo, el chasque pobre, llegué.

Luisa Mercedes Levinson

domingo, 28 de septiembre de 2008

Luvina (Juan Rulfo)

De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.
...Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.
-Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.
El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera.
Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda.
Los comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las alas chamuscadas. Y afuera seguía avanzando la noche.
-¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! -volvió a decir el hombre. Después añadió:
-Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto...
Los gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más lejos! ¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.”
Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:
-Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o doce días se van y no regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.
“...Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.”
Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:
-Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.
“...Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo... siempre.
”Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.”
Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando. Parecía ser aún temprano, en la noche.
El hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora venía diciendo:
-Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida... Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá... Está bien. Me parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y pienso... Mire usted, cuando yo llegué por primera vez a Luvina... ¿Pero me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagara la cabeza con aceite alcanforado... Bueno, le contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:
“-Yo me vuelvo -nos dijo.
“Espera, ¿no vas a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.
“-Aquí se fregarían más -nos dijo- mejor me vuelvo.
“Y se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se alejara de algún lugar endemoniado.
“Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde sólo se oía el viento...
“Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
“Entonces yo le pregunté a mi mujer:
“-¿En qué país estamos, Agripina?
“Y ella se alzó de hombros.
“-Bueno, si no te importa, ve a buscar dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te aguardamos -le dije.
“Ella agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.
“Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia: sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.
“-¿Qué haces aquí Agripina?
“-Entré a rezar -nos dijo.
“-¿Para qué? -le pregunté yo.
“Y ella se alzó de hombros.
“Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como un cedazo.
“-¿Dónde está la fonda?
“-No hay ninguna fonda.
“-¿Y el mesón?
“-No hay ningún mesón
“-¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? -le pregunté.
“-Sí, allí enfrente... unas mujeres... Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran... Han estado asomándose para acá... Míralas. Veo las bolas brillantes de su ojos... Pero no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este pueblo no había de comer... Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.
“-¿Porqué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.
“-Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.
“-¿Qué país éste, Agripina?
“ Y ella volvió a alzarse de hombros.
“Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir de los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del viacrucis: unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera un rechinar de dientes.
“Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.
“Poco después del amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un momento en esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la tierra, aplastando los ruidos con su peso... Se oía la respiración de los niños ya descansada. Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado:
“-¿Qué es? -me dijo.
“-¿Qué es qué? -le pregunté.
“-Eso, el ruido ese.
“-Es el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.
“Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntitas hacia allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.
“-¿Qué quieren? -les pregunté- ¿Qué buscan a estas horas?
“ Una de ellas respondió:
“-Vamos por agua.
“Las vi paradas frente a mí, mirándome. Luego, como si fueran sombras, echaron a caminar calle abajo con sus negros cántaros.
“ No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.
“...¿No cree que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal sabor del recuerdo.”
-Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad...? La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad... Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza.
“Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor... Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si viviera siempre en la eternidad. Esto hacen allí los viejos.
“Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien dice... Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se han ido... Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.
“Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo Dios sabe dónde... Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y un como gruñido cuando se van... Dejan el costal de bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos hasta el año siguiente, y a veces nunca... Es la costumbre. Allí le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley...
“Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en sus puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del hijo... Solos, en aquella soledad de Luvina.
“Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. ‘¡Vámonos de aquí! -les dije-. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El Gobierno nos ayudará.’
“Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se asomaba una lucecita allá muy adentro.
“-¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al Gobierno?
“Les dije que sí.
“-También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de Gobierno.
“Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre.
“Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe.
“-Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar hambres sin necesidad -me dijeron-. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.
“Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando bagazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva. Los mirará pasar como sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento.
“-¿No oyen ese viento? -les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.
“-Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios -me contestaron-. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.
“Ya no volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.
“...Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo: ‘Usted va a ir a San Juan Luvina.’
En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas... Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo...
“San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo..
“¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la plática. ¡Oye , Camilo, mándanos ahora unos mezcales!
“Pues sí, como le estaba yo diciendo...”
Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.
Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estrellas.
El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.

Juan Rulfo

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Sin historia (Ricardo Chavez Castañeda)

¿Cómo se relata una historia para decir “mi hermana murió”?
Tantas cosas, en realidad, dependen de la secuencia; decidir ¿qué sucedió primero?, ¿qué sucedió después?, ¿qué sucedió al final? Un orden como el de las cuentas del collar favorito de mi hermana; orden que se revela precisamente el día en que se rompe.
Las cuentas cayeron al suelo blanco de la cocina sin hacer ruido, y se dispersaron también en el reflejo lloroso de sus ojos coloreándole la mirada. Yo intenté serle de ayuda pero mi hermana me gritaba “así no, así no”, cuando yo ensartaba al azar la cuenta verde después de la naranja o la cuenta naranja después de la azul. Acabé limitándome a recoger los abalorios según me los pedía y ella era quien enhebraba: primero la cuenta rosa, segundo la verde, tercero la morada, rehaciendo el collar de acuerdo con el orden que retenía en su memoria.
¿Y mi memoria?
Primero: ella nació años después de mí.
Segundo: le gustaba jugar tanto en el baño que papá tuvo que prometerle, a fin de que nos dejara usarlo, que construiría otro cuarto de baño para nosotros.
Tercero: ella murió sin que padre cumpliera la promesa.
El collar se ha roto de nuevo y ya no está ella para decirme que no, así no, que no se coloca primero la cuenta verde porque sería tanto como empezar la historia diciendo “mi hermana murió” y luego enfrentar el desafío de describirla a ella asomada al interior del excusado, hundiendo los dedos en el espejo de agua, sin que parezca anticipación… Como si hubiéramos podido saber antes mamá, papá y yo que por eso moriría, por causa del cuarto de baño... Papá, mamá y yo.
¿Quién debería de contar esta historia? ¿Quién podría hacerlo mejor?
Madre miente. Se miente incluso a sí misma. No lo hace adrede. Tiene pocas palabras y entonces ve poco; está llena de verdades ajenas y entonces ve menos. Empezaría a relatar pero gradualmente iría extraviándose por causa de sus palabras: “respeto”, “los hombres”, “¿por qué me casé?”, “Dios no mira a quien se ha vaciado los ojos”, y así la muerte de mi hermana llegaría al relato sorpresiva, brutal, como si le tasajeara la lengua a mi madre: un muñón arqueándose en el fondo de su boca sin poder decir nada más. La verdad es que lo de la lengua de mi madre sucederá después, ya no en la casa, ya no con nosotros, ya no en esta historia.
Las manos de mi padre son grandes, sus dedos gruesos y redondeados como tubos, las uñas recortadas en exceso. Cuando le hacen a él una pregunta difícil, demasiado seria, se mira los dedos.
—¿Qué sucedió?
Padre contempla largamente sus tramos de tubería, y así no hay modo de dar inicio a esta historia.
¿Cómo y quién? Pero también persiste el asunto del tono. Un recuento melodramático, o trágico, o con un sesgo de humor que yo no permitiré nunca; antes que trivializar, prefiero una voz morbosa que se detenga casi con deleite sobre el cuerpo tendido en el cuarto de baño, en su pelo húmedo entelarañando la blancura del mosaico, en los dedos arqueados como si continuaran ciñendo el borde lustroso del retrete. Preferible una mirada larga como la de mamá cuando giró la llave en la cerradura, abrió la puerta y se encontró con la imagen de mi hermana. Tardó en gritar. Fue recogiendo a su hija con los ojos y con la memoria; los alaridos vinieron al reparar en la dura y fría consistencia de la llave dentro de su mano.
Yo quería ver pero papá me cubrió los ojos. Mi perspectiva, pues, de nada sirve. Es una perspectiva más corporal que visual y completamente concentrada en la presión de los dedos de mi padre sobre mis párpados, aunque poco a poco fue tornándose importante el hecho de que las manos eran demasiado grandes para mi cara así que me cubrieron en parte la nariz, ahogándome; el pecho de él estaba en mi espalda, la otra mano en mi vientre; estrechado todo yo dentro de un tembloroso abrazo y dentro de esa ruidosa respiración junto a mi oreja que yo intentaba imitar inútilmente para no asfixiarme.
Como sea, detallar el cuerpo yaciente de mi hermana en el suelo pondría en evidencia que quien narra es un ser enfermizo. Un calificativo similar al que solía usar madre.
—Es enfermizo— repetía ella para tachar la afición que desarrolló mi hermana por hacerse un mundo con una cortina ahulada, un toallero, un botiquín, el espejo, el lavabo y el retrete.
Luego agregaba ella, ante la educada indiferencia de papá, que la miraba sin asentir:
—No es normal. ¿Qué puede atraerle?
Y sabíamos que, desde sus pocas palabras, mamá se refería también a la peste que ningún desodorante contuvo, desbordándose desde la cañería y por debajo de nosotros cada vez que entrábamos allí por necesidad.
Madre se cansó de lavar el excusado como antes se había cansado de castigar a mi hermana. La llave permanecía incrustada en el exterior de la cerradura cuando ella jugaba baño adentro, y quedaba al interior mientras nosotros usábamos el retrete, así que al salir papá, mamá y yo llevábamos la llave desmesurada en la palma de la mano, mi hermana se colaba al interior casi con desesperación apenas lo desocupábamos y, antes de encajar la llave por fuera, era inevitable la tentación, por lo menos para mí, de echar un vistazo por el ojo de la cerradura para descubrirla a ella asomada en la taza, con las manos en un asiento que todavía estaría tibio, o, peor aún, goteado, aunque mi madre le gritaba a papá que enjugara con un pedazo de papel, ¡por Dios!, ¡es tu hija!
Ni siquiera mi hermana sería la mejor perspectiva para narrar esta historia. Llegaría un momento en que su punto de vista se congelaría, fijo en las ampollas de agua que se desplazaban con lentitud en el techo del baño hasta coincidir y dar forma a gotas que cayeron, algunas de ellas al menos, en sus ojos desmesuradamente abiertos, como la encontró madre, “¡con los ojos abiertos y llorando!”, gritaba ella en sus pesadillas, “¡llorando!”, y padre, ya despiertos ambos, corregía creyendo consolar “sólo como si llorara, mujer”
La perspectiva ideal tendría que ser animista. Otorgarle voz al retrete. El problema es que para llegar al fallecimiento de mi hermana habría de hablarse entonces de lo que raramente ha necesitado ser puesto en palabras. Ni poetizable ni rico en vocabulario: un desfile de desnudamientos vistos desde el interior de la taza, la pelambrera canosa de mi madre, los colgajos de padre pendiendo a unos centímetros del agua, los anos distendiéndose como si reventaran sólo para escuchar el estallido líquido al caer la mierda, sentir unas gotas minúsculas llegando en rebote hasta la piel pálidamente anónima del par de nalgas en turno atrapadas como cepo en el retrete, y la fetidez caliente subiendo por entre mis piernas aunque yo me apresuraba a jalar la palanca que acabaría arremolinando también a esa mirada curiosa para acompañar la asquerosa desaparición de mis desechos. Una crónica excedida de culos, ¿y para qué?, si en realidad la historia principia después con las pesadillas de mamá.
La verdad es que yo sufría sus intempestivos berridos nocturnos desde el interior de mis sueños, así que, dentro de mis ensoñaciones, sus gritos se transformaban en otra cosa, por ejemplo, en una alacena de vidrio que, de golpe, se venía abajo, con su centenar de platos y sus tres entrepaños de grueso cristal como guillotinas, sobre el cuerpo menudo de mi hermana que jugaba a un lado, reflejada en cada espejo del mueble. Yo todavía alcanzaba a sufrir en mi sueño la angustia de tener que ayudar a mi padre a levantar la alacena escuchando caer cristales rotos que eran los gritos de mi madre y que íbamos dejando al descubierto papá y yo bajo el mueble sin que apareciera el cuerpo de mi hermana, antes de despertar para hundirme directamente en la sonora pesadilla de mamá. Ella se multiplicaba en alaridos, adueñándose de la casa, y luego venía el también ruidoso antídoto de un chicotazo a ponerle fin a su expansión, cuando papá optaba por el cada vez más extremoso recurso de la bofetada. Restablecido el silencio, yo intentaba dormir, apretándome las orejas y rogando a destiempo “pégale ya, pégale de una vez”.
Ese resultó ser el modo que encontró mi madre para culparse —pesadillas y alaridos— porque había sido suya la responsabilidad de dar principio a la obsesión de mi hermana. Mamá fue quien empezó a llevarla al cuarto de baño, dejándola peligrosamente sentada sobre el vacío pues el hueco del retrete resultaba demasiado amplio para su estrechez de tres años recién cumplidos. Mi hermana se sostenía apoyando las manos en el asiento, mientras sus piernas desnudas y flacas se mecían en el aire sin siquiera rozar el suelo. Mamá le decía desde la cocina que si estaba lista. Sólo eso. “¿Estás lista?” Pero conforme transcurría el tiempo, mamá comenzaba a pegar vozarrones para hacerse escuchar a través de la sala y del recodo de la escalera, “¡ya no te voy a poner los pañales!”, “¡debes estar segura!”, “¡si te empuercas, tú lavas la ropa esta vez!”.
Aquella ocasión mi hermana respondió “todavía no” con una voz que ni siquiera logró ir más allá del primer sofá adonde yo miraba el televisor. Me volví. Ruborizada por el esfuerzo de mantenerse a flote sobre el vacío de la taza, ella empezó a pegar de chillidos diciendo que no la mirara, “¡mamá que no me vea!” Las siguientes veces lo que yo contemplé con una ansiedad imprecisa fue la puerta cerrada del baño, detrás de la cual surgía siempre la misma temblorosa respuesta “todavía no”.
La culpa fue de mamá porque ella supo que había sido suyo el inicio de esa enfermiza obsesión pero también porque supo que había sido suya la responsabilidad del final.
Días antes de su muerte, mi hermana comenzó a orinarse en la cama. Mamá tardó en percatarse de la verdadera causa del problema porque desde la verdad ajena que le repetía mi tía en el teléfono no se trataba sino de una reacción normal por la noticia del nuevo embarazo. “Ella está asimilándolo mal, se siente desplazada, ya se le pasará” La ceguera de mi madre provocada por su colección de verdades ajenas y la náusea que iba y venía por su cuerpo, descomponiéndola, le impidieron advertir que, aunque el cuarto de baño proseguía siendo el centro de la mirada y de las ideas de mi hermana, ella ya no entraba allí.
Ese jueves en que mi madre lo supo, el día de la mierda —ríos de diarrea que resbalaron por las piernas de mi hermana y mancharon la blancura de la alfombra—, madre llevó a rastras a mi hermana hasta el cuarto de baño, la metió vestida en la tina, salió con la bolsa de la ropa sucia y echó llave a la puerta por fuera. A los aullidos de mi hermana, madre gritó “¡Hasta que te acuerdes de cómo controlar tu cuerpo!”
La llave permaneció encajada en la cerradura mientras los lloros de mi hermana fueron disminuyendo. Después se extendió un largo silencio dentro y fuera del baño.
Yo estaba encogido bajo la mesa cuando papá volvió del trabajo y cuando mi madre, cuando las piernas de mi madre, cruzaron la sala, se detuvieron ante la puerta del baño, se dejó oír el susurro cariñoso, “vamos, hija, se acabó el castigo, ven a darme un beso”, y un chasquido metálico completó el giro de la llave.
Después de ese jueves, mamá se transformó en un fantasma hermoso. En las noches, las pesadillas; durante el día, batas, saltos de cama, mantones, cualquier vestimenta blanca en armonía con su palidez y su manera de irse apagando. Antes de marchar al trabajo, padre retiraba la sábana orinada de su cama compartida sin reclamos para mi madre.
—“Es por el embarazo” —la justificaba conmigo.
—“una crisis nerviosa” —le dijo luego a tía por teléfono.
Pero yo lo escuchaba llorar a él en el jardín mientras recogía la mierda de mamá.
Fue un vecino quien le dijo a mi padre que mamá empezó tocando en las casas cercanas pero poco a poco tuvo que ir desplazándose a otras calles cuando fueron negándole el permiso para acceder a sus cuartos de baño. Entonces ella empezó a usar nuestro jardín y nosotros dejamos de abrir las ventanas.
—Asoció el cuarto de baño con la tragedia —le dijo mi papá a alguien por teléfono una noche, y luego se le cortó la voz cuando agregó que había prometido construir otro cuarto, ¿sabes?
Lo dijo sin que viniera al caso, se le escapó la confesión, después colgó.
Hay hechos que narrados en el tiempo verbal futuro crean la falsa sensación de que tardarán en producirse. Suelen generar la creencia de que es posible interrumpir el porvenir. La conjugación de la esperanza. Mamá abandonará la casa cuando mi padre haya salido a trabajar y yo esté en la escuela. Dejará atrás el blanco de la alfombra, el verde del jardín, se moverá sobre la cremosa tonalidad de las aceras hasta bajar al oscuro gris rata del pavimento en una calle de poca circulación donde levantará su vestido y se bajará los calzones.
La vecina que la vio desde la ventana no lo narró en futuro sino en presente y así no existe modo de poner en suspenso una fatalidad.
—Es una mujer —dijo a través del teléfono al policía que escuchaba del otro lado de la línea—. Vive en el vecindario. La he visto alguna que otra vez. La muy cerda está orinando en plena calle…espere, espere… ¡Dios! ¡Es sangre! ¡Se está desangrando!
Cuando volví del colegio, a mí me lo dijeron en el tiempo verbal de lo concluido, envuelto en retórica y cobijándome con mentiras.
—Tu madre tuvo una crisis; está con tu tía; se pondrá bien; retornará pronto…Y que te quiere, que no lo olvides.
En un mes nuestra familia se contrajo de cuatro a dos. Yo despertaba siempre en la cama de mis padres, sin recordar siquiera la hora de la noche en que iba de habitación en habitación sin encontrar a nadie porque mi papá permanecía en la planta baja, sentado en uno de los sillones de la sala, de cara al cuarto de baño.
¿Cómo se lograría crear una sensación de inquietud en esto que narro con una pura lista de objetos, sumando un lavabo de doble llave, una bañera siempre oculta tras la cortina perlada, azulejos con relieve sólo identificables al tacto en las paredes, un botiquín cuya puerta es un espejo que duplica la blancura absoluta del cuarto? ¿Más aún, cómo referir el desasosiego nuestro con apenas la descripción de un excusado: su depósito, su tapa plástica, el asiento acolchonado, la albura sin mácula en las paredes internas y externas de la taza, la paciente inmovilidad del agua estancada? Lo que veía padre desde el sillón, inquieto y desasosegado él, ni siquiera era tal lista de objetos, de cosas inanimadas, aunque las imaginara. ¿Cómo crear entonces la atmósfera turbadora en que vivíamos con la mera descripción de una puerta cerrada?
Si hubiera un narrador omnisciente aquí y ese narrador sin límites contara esta historia, diría con esa voz que todo lo ve y todo lo sabe que ninguno de los dos usábamos ya el cuarto de baño.
—No lo usaban nunca.
Habría sabido que yo vaciaba los intestinos en la escuela, padre en el trabajo; ambos, cuando la necesidad era impostergable e ignorándonos mutuamente, en el fondo del jardín.
Pero si se tratara de un narrador imperfecto, impedido por ciertos límites, acotado espacialmente, por ejemplo, inmóvil, digamos, en el cuarto de baño, ceñido por esas cuatro paredes como en una celda; un relator que únicamente pudiera narrar desde allí adentro, entonces la voz resultante no tendría modo de saber que nos estábamos acabando el jardín a fuerza de acidez y de peste. Ese narrador ignoraría esto y muchos hechos más, pero llegaría a la única conclusión que importa: “desde hace tiempo no han entrado aquí, al cuarto de baño”. Atrapado en el interior, y ciego por culpa nuestra, pues la llave seguía incrustada en la cerradura, describiría el narrador las suaves pisadas que iban dejándose escuchar del otro lado de la puerta y calificaría nuestras voces de “imprecisables”, de “tímidas”, de “siempre cortándose abruptamente” cuando padre y yo teníamos que pasar junto al baño a fin de doblar hacia la escalera que llevaba a la planta alta.
Imponerle límites a un narrador omnisciente lo humaniza. La voz deja de ser algo parecido a una divinidad y comienza a asemejársenos en las contradicciones, en las incertidumbres, en la fragilidad de las certezas que nos hacen vacilar a la hora de contar una historia.
¿Por qué nadie nos ayudó? No sé. ¿Por qué tía no lo supo? No sé. ¿Por qué madre se masticó la lengua? No sé.
Un narrador incapaz de prever el futuro; limitado en la temporalidad; condenado a conjugaciones verbales sólo en presente, por ejemplo, no habría tenido modo de anticipar lo que estaba por suceder esa última noche.
—O si fuera sordo… ¿cómo iba a escuchar mis gritos?
Yo gritaba desde el recodo de la escalera. Padre bajó corriendo. No sé por qué esperé una bofetada como las que ayudaban a devolverle a madre un cauce hacia la cordura. “Pégale ya”, pensé por encima de mis alaridos, “pégame ya”. Pensaría que así la puerta volvería a estar cerrada. Padre no me abofeteó, vio el excusado desde el último peldaño de la escalera y empezó a llorar. Me estrechó. Con su abrazo fue integrándome a sus estremecimientos desordenados, y luego sus dedos gruesos y tubulares buscaron mi boca, manos excesivas que oprimieron también mi nariz y me impidieron lo mismo los gritos que la respiración. Padre me levantó con facilidad. Yo me ahogaba. Quizá por eso demoré en reconocer que la puerta de la entrada y el jardín mismo se iban alejando y no acercando.
Existen tantas palabras para tornar subjetivo un hecho. Padre estaría arrebatado como yo. Padre supondría que había una ruta mejor para salir de casa. Estaba desesperado, en medio de una espantosa confusión. Reconocerá su error, se enterará a tiempo. Se entristecerá al advertir que debió ir en otra dirección. Podrá, pensará, adivinará.
Sin el cobijo subjetivo del lenguaje: padre me empujó dentro del baño, cerró la puerta e hizo girar la llave desde el exterior.
Sé que me hice daño en las manos; sé que las toallas eran blancas, el papel blanco, blancas la jabonera y los cuatro cepillos de cerdas blancas; sé que las gotas corrían por mi cara igual que lágrimas; pero la verdad es que nada recuerdo.
Se precisaría de un narrador en tercera persona para que dijera que la puerta fue abierta a la mañana siguiente y un niño de ojos desorbitados, boca entreabierta, blanco como todo en esa casa, fue cargada en brazos y llevado a un lecho donde ni reaccionó ni habló por días.
¡Y qué más da!
Lo importante sería dejar de pensar en cómo y en quién tendría que contar esta historia, en qué tono y en qué tiempo verbal, dentro de cuáles límites y bajo qué punto de vista, porque hay historias que no debieron de suceder nunca. Ayudar a papá a construir otro cuarto de baño para que las cosas sucedieran distinto o, al menos, clausurar el viejo baño, desde que mi hermana comenzó a contarle alborozada a mi madre por qué ya no se cansaba de estar sentada tanto tiempo en el excusado.
— “Me sostiene para que no me hunda”.

Ricardo Chavez Castañeda