domingo, 28 de septiembre de 2008

Luvina (Juan Rulfo)

De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.
...Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.
-Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.
El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera.
Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda.
Los comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las alas chamuscadas. Y afuera seguía avanzando la noche.
-¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! -volvió a decir el hombre. Después añadió:
-Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto...
Los gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más lejos! ¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.”
Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:
-Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o doce días se van y no regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.
“...Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.”
Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:
-Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.
“...Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo... siempre.
”Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.”
Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando. Parecía ser aún temprano, en la noche.
El hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora venía diciendo:
-Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida... Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá... Está bien. Me parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y pienso... Mire usted, cuando yo llegué por primera vez a Luvina... ¿Pero me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagara la cabeza con aceite alcanforado... Bueno, le contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:
“-Yo me vuelvo -nos dijo.
“Espera, ¿no vas a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.
“-Aquí se fregarían más -nos dijo- mejor me vuelvo.
“Y se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se alejara de algún lugar endemoniado.
“Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde sólo se oía el viento...
“Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
“Entonces yo le pregunté a mi mujer:
“-¿En qué país estamos, Agripina?
“Y ella se alzó de hombros.
“-Bueno, si no te importa, ve a buscar dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te aguardamos -le dije.
“Ella agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.
“Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia: sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.
“-¿Qué haces aquí Agripina?
“-Entré a rezar -nos dijo.
“-¿Para qué? -le pregunté yo.
“Y ella se alzó de hombros.
“Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como un cedazo.
“-¿Dónde está la fonda?
“-No hay ninguna fonda.
“-¿Y el mesón?
“-No hay ningún mesón
“-¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? -le pregunté.
“-Sí, allí enfrente... unas mujeres... Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran... Han estado asomándose para acá... Míralas. Veo las bolas brillantes de su ojos... Pero no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este pueblo no había de comer... Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.
“-¿Porqué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.
“-Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.
“-¿Qué país éste, Agripina?
“ Y ella volvió a alzarse de hombros.
“Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir de los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del viacrucis: unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera un rechinar de dientes.
“Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.
“Poco después del amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un momento en esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la tierra, aplastando los ruidos con su peso... Se oía la respiración de los niños ya descansada. Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado:
“-¿Qué es? -me dijo.
“-¿Qué es qué? -le pregunté.
“-Eso, el ruido ese.
“-Es el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.
“Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntitas hacia allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.
“-¿Qué quieren? -les pregunté- ¿Qué buscan a estas horas?
“ Una de ellas respondió:
“-Vamos por agua.
“Las vi paradas frente a mí, mirándome. Luego, como si fueran sombras, echaron a caminar calle abajo con sus negros cántaros.
“ No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.
“...¿No cree que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal sabor del recuerdo.”
-Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad...? La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad... Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza.
“Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor... Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si viviera siempre en la eternidad. Esto hacen allí los viejos.
“Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien dice... Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se han ido... Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.
“Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo Dios sabe dónde... Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y un como gruñido cuando se van... Dejan el costal de bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos hasta el año siguiente, y a veces nunca... Es la costumbre. Allí le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley...
“Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en sus puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del hijo... Solos, en aquella soledad de Luvina.
“Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. ‘¡Vámonos de aquí! -les dije-. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El Gobierno nos ayudará.’
“Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se asomaba una lucecita allá muy adentro.
“-¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al Gobierno?
“Les dije que sí.
“-También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de Gobierno.
“Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre.
“Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe.
“-Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar hambres sin necesidad -me dijeron-. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.
“Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando bagazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva. Los mirará pasar como sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento.
“-¿No oyen ese viento? -les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.
“-Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios -me contestaron-. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.
“Ya no volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.
“...Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo: ‘Usted va a ir a San Juan Luvina.’
En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas... Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo...
“San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo..
“¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la plática. ¡Oye , Camilo, mándanos ahora unos mezcales!
“Pues sí, como le estaba yo diciendo...”
Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.
Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estrellas.
El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.

Juan Rulfo

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Sin historia (Ricardo Chavez Castañeda)

¿Cómo se relata una historia para decir “mi hermana murió”?
Tantas cosas, en realidad, dependen de la secuencia; decidir ¿qué sucedió primero?, ¿qué sucedió después?, ¿qué sucedió al final? Un orden como el de las cuentas del collar favorito de mi hermana; orden que se revela precisamente el día en que se rompe.
Las cuentas cayeron al suelo blanco de la cocina sin hacer ruido, y se dispersaron también en el reflejo lloroso de sus ojos coloreándole la mirada. Yo intenté serle de ayuda pero mi hermana me gritaba “así no, así no”, cuando yo ensartaba al azar la cuenta verde después de la naranja o la cuenta naranja después de la azul. Acabé limitándome a recoger los abalorios según me los pedía y ella era quien enhebraba: primero la cuenta rosa, segundo la verde, tercero la morada, rehaciendo el collar de acuerdo con el orden que retenía en su memoria.
¿Y mi memoria?
Primero: ella nació años después de mí.
Segundo: le gustaba jugar tanto en el baño que papá tuvo que prometerle, a fin de que nos dejara usarlo, que construiría otro cuarto de baño para nosotros.
Tercero: ella murió sin que padre cumpliera la promesa.
El collar se ha roto de nuevo y ya no está ella para decirme que no, así no, que no se coloca primero la cuenta verde porque sería tanto como empezar la historia diciendo “mi hermana murió” y luego enfrentar el desafío de describirla a ella asomada al interior del excusado, hundiendo los dedos en el espejo de agua, sin que parezca anticipación… Como si hubiéramos podido saber antes mamá, papá y yo que por eso moriría, por causa del cuarto de baño... Papá, mamá y yo.
¿Quién debería de contar esta historia? ¿Quién podría hacerlo mejor?
Madre miente. Se miente incluso a sí misma. No lo hace adrede. Tiene pocas palabras y entonces ve poco; está llena de verdades ajenas y entonces ve menos. Empezaría a relatar pero gradualmente iría extraviándose por causa de sus palabras: “respeto”, “los hombres”, “¿por qué me casé?”, “Dios no mira a quien se ha vaciado los ojos”, y así la muerte de mi hermana llegaría al relato sorpresiva, brutal, como si le tasajeara la lengua a mi madre: un muñón arqueándose en el fondo de su boca sin poder decir nada más. La verdad es que lo de la lengua de mi madre sucederá después, ya no en la casa, ya no con nosotros, ya no en esta historia.
Las manos de mi padre son grandes, sus dedos gruesos y redondeados como tubos, las uñas recortadas en exceso. Cuando le hacen a él una pregunta difícil, demasiado seria, se mira los dedos.
—¿Qué sucedió?
Padre contempla largamente sus tramos de tubería, y así no hay modo de dar inicio a esta historia.
¿Cómo y quién? Pero también persiste el asunto del tono. Un recuento melodramático, o trágico, o con un sesgo de humor que yo no permitiré nunca; antes que trivializar, prefiero una voz morbosa que se detenga casi con deleite sobre el cuerpo tendido en el cuarto de baño, en su pelo húmedo entelarañando la blancura del mosaico, en los dedos arqueados como si continuaran ciñendo el borde lustroso del retrete. Preferible una mirada larga como la de mamá cuando giró la llave en la cerradura, abrió la puerta y se encontró con la imagen de mi hermana. Tardó en gritar. Fue recogiendo a su hija con los ojos y con la memoria; los alaridos vinieron al reparar en la dura y fría consistencia de la llave dentro de su mano.
Yo quería ver pero papá me cubrió los ojos. Mi perspectiva, pues, de nada sirve. Es una perspectiva más corporal que visual y completamente concentrada en la presión de los dedos de mi padre sobre mis párpados, aunque poco a poco fue tornándose importante el hecho de que las manos eran demasiado grandes para mi cara así que me cubrieron en parte la nariz, ahogándome; el pecho de él estaba en mi espalda, la otra mano en mi vientre; estrechado todo yo dentro de un tembloroso abrazo y dentro de esa ruidosa respiración junto a mi oreja que yo intentaba imitar inútilmente para no asfixiarme.
Como sea, detallar el cuerpo yaciente de mi hermana en el suelo pondría en evidencia que quien narra es un ser enfermizo. Un calificativo similar al que solía usar madre.
—Es enfermizo— repetía ella para tachar la afición que desarrolló mi hermana por hacerse un mundo con una cortina ahulada, un toallero, un botiquín, el espejo, el lavabo y el retrete.
Luego agregaba ella, ante la educada indiferencia de papá, que la miraba sin asentir:
—No es normal. ¿Qué puede atraerle?
Y sabíamos que, desde sus pocas palabras, mamá se refería también a la peste que ningún desodorante contuvo, desbordándose desde la cañería y por debajo de nosotros cada vez que entrábamos allí por necesidad.
Madre se cansó de lavar el excusado como antes se había cansado de castigar a mi hermana. La llave permanecía incrustada en el exterior de la cerradura cuando ella jugaba baño adentro, y quedaba al interior mientras nosotros usábamos el retrete, así que al salir papá, mamá y yo llevábamos la llave desmesurada en la palma de la mano, mi hermana se colaba al interior casi con desesperación apenas lo desocupábamos y, antes de encajar la llave por fuera, era inevitable la tentación, por lo menos para mí, de echar un vistazo por el ojo de la cerradura para descubrirla a ella asomada en la taza, con las manos en un asiento que todavía estaría tibio, o, peor aún, goteado, aunque mi madre le gritaba a papá que enjugara con un pedazo de papel, ¡por Dios!, ¡es tu hija!
Ni siquiera mi hermana sería la mejor perspectiva para narrar esta historia. Llegaría un momento en que su punto de vista se congelaría, fijo en las ampollas de agua que se desplazaban con lentitud en el techo del baño hasta coincidir y dar forma a gotas que cayeron, algunas de ellas al menos, en sus ojos desmesuradamente abiertos, como la encontró madre, “¡con los ojos abiertos y llorando!”, gritaba ella en sus pesadillas, “¡llorando!”, y padre, ya despiertos ambos, corregía creyendo consolar “sólo como si llorara, mujer”
La perspectiva ideal tendría que ser animista. Otorgarle voz al retrete. El problema es que para llegar al fallecimiento de mi hermana habría de hablarse entonces de lo que raramente ha necesitado ser puesto en palabras. Ni poetizable ni rico en vocabulario: un desfile de desnudamientos vistos desde el interior de la taza, la pelambrera canosa de mi madre, los colgajos de padre pendiendo a unos centímetros del agua, los anos distendiéndose como si reventaran sólo para escuchar el estallido líquido al caer la mierda, sentir unas gotas minúsculas llegando en rebote hasta la piel pálidamente anónima del par de nalgas en turno atrapadas como cepo en el retrete, y la fetidez caliente subiendo por entre mis piernas aunque yo me apresuraba a jalar la palanca que acabaría arremolinando también a esa mirada curiosa para acompañar la asquerosa desaparición de mis desechos. Una crónica excedida de culos, ¿y para qué?, si en realidad la historia principia después con las pesadillas de mamá.
La verdad es que yo sufría sus intempestivos berridos nocturnos desde el interior de mis sueños, así que, dentro de mis ensoñaciones, sus gritos se transformaban en otra cosa, por ejemplo, en una alacena de vidrio que, de golpe, se venía abajo, con su centenar de platos y sus tres entrepaños de grueso cristal como guillotinas, sobre el cuerpo menudo de mi hermana que jugaba a un lado, reflejada en cada espejo del mueble. Yo todavía alcanzaba a sufrir en mi sueño la angustia de tener que ayudar a mi padre a levantar la alacena escuchando caer cristales rotos que eran los gritos de mi madre y que íbamos dejando al descubierto papá y yo bajo el mueble sin que apareciera el cuerpo de mi hermana, antes de despertar para hundirme directamente en la sonora pesadilla de mamá. Ella se multiplicaba en alaridos, adueñándose de la casa, y luego venía el también ruidoso antídoto de un chicotazo a ponerle fin a su expansión, cuando papá optaba por el cada vez más extremoso recurso de la bofetada. Restablecido el silencio, yo intentaba dormir, apretándome las orejas y rogando a destiempo “pégale ya, pégale de una vez”.
Ese resultó ser el modo que encontró mi madre para culparse —pesadillas y alaridos— porque había sido suya la responsabilidad de dar principio a la obsesión de mi hermana. Mamá fue quien empezó a llevarla al cuarto de baño, dejándola peligrosamente sentada sobre el vacío pues el hueco del retrete resultaba demasiado amplio para su estrechez de tres años recién cumplidos. Mi hermana se sostenía apoyando las manos en el asiento, mientras sus piernas desnudas y flacas se mecían en el aire sin siquiera rozar el suelo. Mamá le decía desde la cocina que si estaba lista. Sólo eso. “¿Estás lista?” Pero conforme transcurría el tiempo, mamá comenzaba a pegar vozarrones para hacerse escuchar a través de la sala y del recodo de la escalera, “¡ya no te voy a poner los pañales!”, “¡debes estar segura!”, “¡si te empuercas, tú lavas la ropa esta vez!”.
Aquella ocasión mi hermana respondió “todavía no” con una voz que ni siquiera logró ir más allá del primer sofá adonde yo miraba el televisor. Me volví. Ruborizada por el esfuerzo de mantenerse a flote sobre el vacío de la taza, ella empezó a pegar de chillidos diciendo que no la mirara, “¡mamá que no me vea!” Las siguientes veces lo que yo contemplé con una ansiedad imprecisa fue la puerta cerrada del baño, detrás de la cual surgía siempre la misma temblorosa respuesta “todavía no”.
La culpa fue de mamá porque ella supo que había sido suyo el inicio de esa enfermiza obsesión pero también porque supo que había sido suya la responsabilidad del final.
Días antes de su muerte, mi hermana comenzó a orinarse en la cama. Mamá tardó en percatarse de la verdadera causa del problema porque desde la verdad ajena que le repetía mi tía en el teléfono no se trataba sino de una reacción normal por la noticia del nuevo embarazo. “Ella está asimilándolo mal, se siente desplazada, ya se le pasará” La ceguera de mi madre provocada por su colección de verdades ajenas y la náusea que iba y venía por su cuerpo, descomponiéndola, le impidieron advertir que, aunque el cuarto de baño proseguía siendo el centro de la mirada y de las ideas de mi hermana, ella ya no entraba allí.
Ese jueves en que mi madre lo supo, el día de la mierda —ríos de diarrea que resbalaron por las piernas de mi hermana y mancharon la blancura de la alfombra—, madre llevó a rastras a mi hermana hasta el cuarto de baño, la metió vestida en la tina, salió con la bolsa de la ropa sucia y echó llave a la puerta por fuera. A los aullidos de mi hermana, madre gritó “¡Hasta que te acuerdes de cómo controlar tu cuerpo!”
La llave permaneció encajada en la cerradura mientras los lloros de mi hermana fueron disminuyendo. Después se extendió un largo silencio dentro y fuera del baño.
Yo estaba encogido bajo la mesa cuando papá volvió del trabajo y cuando mi madre, cuando las piernas de mi madre, cruzaron la sala, se detuvieron ante la puerta del baño, se dejó oír el susurro cariñoso, “vamos, hija, se acabó el castigo, ven a darme un beso”, y un chasquido metálico completó el giro de la llave.
Después de ese jueves, mamá se transformó en un fantasma hermoso. En las noches, las pesadillas; durante el día, batas, saltos de cama, mantones, cualquier vestimenta blanca en armonía con su palidez y su manera de irse apagando. Antes de marchar al trabajo, padre retiraba la sábana orinada de su cama compartida sin reclamos para mi madre.
—“Es por el embarazo” —la justificaba conmigo.
—“una crisis nerviosa” —le dijo luego a tía por teléfono.
Pero yo lo escuchaba llorar a él en el jardín mientras recogía la mierda de mamá.
Fue un vecino quien le dijo a mi padre que mamá empezó tocando en las casas cercanas pero poco a poco tuvo que ir desplazándose a otras calles cuando fueron negándole el permiso para acceder a sus cuartos de baño. Entonces ella empezó a usar nuestro jardín y nosotros dejamos de abrir las ventanas.
—Asoció el cuarto de baño con la tragedia —le dijo mi papá a alguien por teléfono una noche, y luego se le cortó la voz cuando agregó que había prometido construir otro cuarto, ¿sabes?
Lo dijo sin que viniera al caso, se le escapó la confesión, después colgó.
Hay hechos que narrados en el tiempo verbal futuro crean la falsa sensación de que tardarán en producirse. Suelen generar la creencia de que es posible interrumpir el porvenir. La conjugación de la esperanza. Mamá abandonará la casa cuando mi padre haya salido a trabajar y yo esté en la escuela. Dejará atrás el blanco de la alfombra, el verde del jardín, se moverá sobre la cremosa tonalidad de las aceras hasta bajar al oscuro gris rata del pavimento en una calle de poca circulación donde levantará su vestido y se bajará los calzones.
La vecina que la vio desde la ventana no lo narró en futuro sino en presente y así no existe modo de poner en suspenso una fatalidad.
—Es una mujer —dijo a través del teléfono al policía que escuchaba del otro lado de la línea—. Vive en el vecindario. La he visto alguna que otra vez. La muy cerda está orinando en plena calle…espere, espere… ¡Dios! ¡Es sangre! ¡Se está desangrando!
Cuando volví del colegio, a mí me lo dijeron en el tiempo verbal de lo concluido, envuelto en retórica y cobijándome con mentiras.
—Tu madre tuvo una crisis; está con tu tía; se pondrá bien; retornará pronto…Y que te quiere, que no lo olvides.
En un mes nuestra familia se contrajo de cuatro a dos. Yo despertaba siempre en la cama de mis padres, sin recordar siquiera la hora de la noche en que iba de habitación en habitación sin encontrar a nadie porque mi papá permanecía en la planta baja, sentado en uno de los sillones de la sala, de cara al cuarto de baño.
¿Cómo se lograría crear una sensación de inquietud en esto que narro con una pura lista de objetos, sumando un lavabo de doble llave, una bañera siempre oculta tras la cortina perlada, azulejos con relieve sólo identificables al tacto en las paredes, un botiquín cuya puerta es un espejo que duplica la blancura absoluta del cuarto? ¿Más aún, cómo referir el desasosiego nuestro con apenas la descripción de un excusado: su depósito, su tapa plástica, el asiento acolchonado, la albura sin mácula en las paredes internas y externas de la taza, la paciente inmovilidad del agua estancada? Lo que veía padre desde el sillón, inquieto y desasosegado él, ni siquiera era tal lista de objetos, de cosas inanimadas, aunque las imaginara. ¿Cómo crear entonces la atmósfera turbadora en que vivíamos con la mera descripción de una puerta cerrada?
Si hubiera un narrador omnisciente aquí y ese narrador sin límites contara esta historia, diría con esa voz que todo lo ve y todo lo sabe que ninguno de los dos usábamos ya el cuarto de baño.
—No lo usaban nunca.
Habría sabido que yo vaciaba los intestinos en la escuela, padre en el trabajo; ambos, cuando la necesidad era impostergable e ignorándonos mutuamente, en el fondo del jardín.
Pero si se tratara de un narrador imperfecto, impedido por ciertos límites, acotado espacialmente, por ejemplo, inmóvil, digamos, en el cuarto de baño, ceñido por esas cuatro paredes como en una celda; un relator que únicamente pudiera narrar desde allí adentro, entonces la voz resultante no tendría modo de saber que nos estábamos acabando el jardín a fuerza de acidez y de peste. Ese narrador ignoraría esto y muchos hechos más, pero llegaría a la única conclusión que importa: “desde hace tiempo no han entrado aquí, al cuarto de baño”. Atrapado en el interior, y ciego por culpa nuestra, pues la llave seguía incrustada en la cerradura, describiría el narrador las suaves pisadas que iban dejándose escuchar del otro lado de la puerta y calificaría nuestras voces de “imprecisables”, de “tímidas”, de “siempre cortándose abruptamente” cuando padre y yo teníamos que pasar junto al baño a fin de doblar hacia la escalera que llevaba a la planta alta.
Imponerle límites a un narrador omnisciente lo humaniza. La voz deja de ser algo parecido a una divinidad y comienza a asemejársenos en las contradicciones, en las incertidumbres, en la fragilidad de las certezas que nos hacen vacilar a la hora de contar una historia.
¿Por qué nadie nos ayudó? No sé. ¿Por qué tía no lo supo? No sé. ¿Por qué madre se masticó la lengua? No sé.
Un narrador incapaz de prever el futuro; limitado en la temporalidad; condenado a conjugaciones verbales sólo en presente, por ejemplo, no habría tenido modo de anticipar lo que estaba por suceder esa última noche.
—O si fuera sordo… ¿cómo iba a escuchar mis gritos?
Yo gritaba desde el recodo de la escalera. Padre bajó corriendo. No sé por qué esperé una bofetada como las que ayudaban a devolverle a madre un cauce hacia la cordura. “Pégale ya”, pensé por encima de mis alaridos, “pégame ya”. Pensaría que así la puerta volvería a estar cerrada. Padre no me abofeteó, vio el excusado desde el último peldaño de la escalera y empezó a llorar. Me estrechó. Con su abrazo fue integrándome a sus estremecimientos desordenados, y luego sus dedos gruesos y tubulares buscaron mi boca, manos excesivas que oprimieron también mi nariz y me impidieron lo mismo los gritos que la respiración. Padre me levantó con facilidad. Yo me ahogaba. Quizá por eso demoré en reconocer que la puerta de la entrada y el jardín mismo se iban alejando y no acercando.
Existen tantas palabras para tornar subjetivo un hecho. Padre estaría arrebatado como yo. Padre supondría que había una ruta mejor para salir de casa. Estaba desesperado, en medio de una espantosa confusión. Reconocerá su error, se enterará a tiempo. Se entristecerá al advertir que debió ir en otra dirección. Podrá, pensará, adivinará.
Sin el cobijo subjetivo del lenguaje: padre me empujó dentro del baño, cerró la puerta e hizo girar la llave desde el exterior.
Sé que me hice daño en las manos; sé que las toallas eran blancas, el papel blanco, blancas la jabonera y los cuatro cepillos de cerdas blancas; sé que las gotas corrían por mi cara igual que lágrimas; pero la verdad es que nada recuerdo.
Se precisaría de un narrador en tercera persona para que dijera que la puerta fue abierta a la mañana siguiente y un niño de ojos desorbitados, boca entreabierta, blanco como todo en esa casa, fue cargada en brazos y llevado a un lecho donde ni reaccionó ni habló por días.
¡Y qué más da!
Lo importante sería dejar de pensar en cómo y en quién tendría que contar esta historia, en qué tono y en qué tiempo verbal, dentro de cuáles límites y bajo qué punto de vista, porque hay historias que no debieron de suceder nunca. Ayudar a papá a construir otro cuarto de baño para que las cosas sucedieran distinto o, al menos, clausurar el viejo baño, desde que mi hermana comenzó a contarle alborozada a mi madre por qué ya no se cansaba de estar sentada tanto tiempo en el excusado.
— “Me sostiene para que no me hunda”.

Ricardo Chavez Castañeda

domingo, 14 de septiembre de 2008

La ventana abierta (Saki)

-Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.
-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.
-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en un ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre "¿Bertie, por qué saltas?", porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana...
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.
-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva... pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: "¿Dime Bertie, por qué saltas?"
Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.

Saki

jueves, 11 de septiembre de 2008

El cuento de navidad de Auggie Wren (Paul Auster)

Le oí este cuento a Auggie Wren.Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre.Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años.Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo.Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren.Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío.Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros.Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida.A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista.Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada.A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso.Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías.Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.Dios sabe qué esperaba yo.Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente.En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos.Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla.Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista.El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías.Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar.Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca.Todas las fotografías eran iguales.Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes.No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación.Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:- Vas demasiado deprisa.Nunca lo entenderás si no vas más despacio.Tenía razón, por supuesto.Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada.Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente.Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones.Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos).Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos.Cogí otro álbum.Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio.Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí.Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto.Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.- Mañana y mañana y mañana - murmuró entre dientes -, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías.Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos.Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad.Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría.En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico.¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté.¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad.Las propias palabras "cuento de Navidad" tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza.Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así.Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental?Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja.Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.No conseguía nada.El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza.Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre.Me preguntó cómo estaba.Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.- ¿Un cuento de Navidad? - dijo él cuando yo hube terminado.¿Sólo es eso?Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca.Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes.Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.- Fue en el verano del setenta y dos - dijo.Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda.Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético.Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable.Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi.Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar.Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic.Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié.Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.Resultó que era su cartera.No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías.Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara.Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena.No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él.Robert Goodwin. Así se llamaba.Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela.En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara.No tuve valor.Me figuré que probablemente era drogadicto.Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?Así que me quedé con la cartera.De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto.Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer.Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes.Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina.Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas.Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio.Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio.Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre.No pasa nada.Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme.Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies.Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.- ¿Eres tú, Robert? - dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.- Sabía que vendrías, Robert - dice -.Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes?Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.- Está bien, abuela Ethel - dij e-.He vuelto para verte el día de Navidad.No me preguntes por qué lo hice.No tengo ni idea.Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé.Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.No llegué a decirle que era su nieto.No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía.Sin embargo, no estaba intentando engañarla.Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas.Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert.Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto.Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos.Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa?Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía.Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.- Eso es estupendo, Robert - decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo.Siempre supe que las cosas te saldrían bien.Al cabo de un rato, empecé a tener hambre.No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas.Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas.Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente.Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas.Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo.Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro.Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras.De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad.Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente.Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí.Así de sencillo.Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca.Demasiado Chianti, supongo.Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé.No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme.Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui.Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento.Y ése es el final de la historia.- ¿Volviste alguna vez? - le pregunté.- Una sola - contestó.Unos tres o cuatro meses después.Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún.Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí.No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.- Probablemente había muerto.- Sí, probablemente.- Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.- Supongo que sí.Nunca se me había ocurrido pensarlo.- Fue una buena obra, Auggie.Hiciste algo muy bonito por ella.- Le mentí y luego le robé.No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.- La hiciste feliz.Y además la cámara era robada.No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.- Todo por el arte, ¿eh, Paul?- Yo no diría eso.Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.- Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?- Sí - dije -.Supongo que sí.Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara.Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia.Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría.Me había embaucado, y eso era lo único que importaba.Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.- Eres un as, Auggie - dije -.Gracias por ayudarme.- Siempre que quieras - contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos.Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?- Supongo que estoy en deuda contigo.- No, no.Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.- Excepto el almuerzo.- Eso es.Excepto el almuerzo.Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

Paul Auster

Los asesinos (Ernest Hemingway)

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?
-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.
-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
-Esa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado...
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.
-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.
-Dije si tienes algo para tomar.
-Sólo lo que nombré.
-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.
-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.
-Así es -dijo George.
-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.
-Seguro.
-Así que eres un chico vivo, ¿no?
-Seguro -respondió George.
-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?
-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?
-Adams.
-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?
-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.
-¿No te acuerdas?
-Jamón con huevos.
-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.
George se rió.
-Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?
-Está bien -dijo George.
-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.
-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.
-¿Por? -preguntó Nick.
-Porque sí.
-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
-¿Qué se proponen? -preguntó George.
-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo el negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Qué se proponen?
-Dile que venga.
-¿Dónde se creen que están?
-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?
-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó:
-Sam, ven un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.
-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.
-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.
-¿De qué crees que se trata?
-No sé.
-¿Qué piensas?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
-No lo diría.
-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?
George no respondió.
-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
-Sí.
-Viene a comer todas las noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si viene.
-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.
-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.
-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
-Uno nunca sabe.
-En un convento judío. Ahí estuviste tú.
George miró el reloj.
-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?
-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?
-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?
-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.
-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.
-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló:
-Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.
-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.
-Vamos, Al -insistió Max.
-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
-No va a haber problemas con ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.
-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.
-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.
-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.
-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
-¿A Ole Andreson?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió George-, ya se fueron.
-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.
-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.
-Si no quieres no vayas -dijo George.
-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.
-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quieres verlo?
-Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Pasa.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.
-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.
-No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya a la policía?
-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pueda hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no lo dijeron en serio.
-No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
-¿No podría escapar de la ciudad?
-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.
-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
-Sí, ya sabía.
-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.
-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.
-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell.
-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.
-Buenas noches -dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.
-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo van a matar.
-Supongo que sí.
-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
-Supongo -dijo Nick.
-Es terrible.
-Horrible -dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.
-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.
-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.
-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.
-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.

Ernest Hemingway

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Zoología fantástica (Luisa Valenzuela)

Un peludo, un sapo, una boca de lobo. Lejos, muy lejos, aullaba el pampero para anunciar la salamanca. Aquí, en la ciudad, él pidió otro sapo de cerveza y se lo negaron:
—No te servimos más, con el peludo que traés te basta y sobra.
Él se ofendió porque lo llamaron borracho y dejó la cervecería. Afuera, noche oscura como boca de lobo. Sus ojos de lince le hicieron una mala jugada y no vio el coche que lo atropelló de anca. ¡Caracoles!, el conductor se hizo el oso. En el hospital, cama como jaula, papagayo. Desde remotas zonas tropicales llegaban a sus oídos los rugidos de las fieras. Estaba solo como un perro y se hizo la del mono para consolarse. ¡Pobre gato! Manso como un cordero pero torpe como un topo. Había sido un pez en el agua, un lirón durmiendo, fumando era un murciélago. De costumbres gregarias, se llamaba León pero los muchachos de la barra le decían Carpincho. El exceso de alpiste fue su ruina. Murió como un pajarito.

Luisa Valenzuela